miércoles, 21 de agosto de 2013

Calabaza, calabaza…




Calabaza, calabaza…

Eran los noventas. Dirigía yo entonces una pequeña biblioteca municipal y las consecuencias de la crisis habían llegado a la institución de forma rotunda. No se trataba sólo de materiales de oficina o de útiles de limpieza que se “perdieron” absolutamente del grupo de abastecimientos permanentes, para comenzar de pronto a resolverse por la muchas veces sospechosa “gestión personal”.

Una remodelación del patio y sus instalaciones, donde se celebraban numerosas actividades culturales, debió detenerse de forma abrupta cuando recursos financieros y materiales constructivos, planificados debidamente, desaparecieron del orden del día. La obra quedó trunca y, unos pocos sacos, viejas tablas, botellas, quizás unas latas de conservas vacías…se amontonaron en un rincón del patio.

Donde antes reinó la alegría de los niños o la emoción de adultos amantes de la poesía, la buena trova y el necesario humor, una húmeda soledad y un lacerante abandono crecieron sin medida. En los canteros destinados a plantas ornamentales languidecieron las flores que ya nadie miraba. Una nueva vida, sin embargo, comenzó a gestarse.

Confieso que no lo advertí. Tenía la misión de preservar y promover el amor por los libros en mi comunidad y, enfrente, un adversario peligroso: el desinterés. La gente ya sólo hablaba de comida y de apagones. También los bibliotecarios.

Me las arreglé, no obstante, en promover cierta literatura “utilitaria”. En tiempos de escasez había que estimular la creatividad y gracias a Robinson Crusoe, los manuales de construcción y las guías prácticas para cultivar huertos en los patios, nos hicimos de nuevos y renovados lectores.

Un día tocó a mi oficina una trabajadora. Tenía el rostro iluminado por los buenos designios y casi en un murmullo me pidió que la acompañara al patio. Sospeché que quería confiarme algo ajeno a mis funciones de Director y que no deseaba comprometer los oídos oficiosos de las paredes. Era de mañana y al patio no alcanzaba aún toda la fuerza del sol; bajo la mata de limón, que sobresalía la cerca del vecino, una extensa sombra invitaba a la conversación.

Sin embargo, mi estimable trabajadora, que guardaba en los bolsillos un montón de marbetes como evidencia de que recién había interrumpido su labor, no quería conversar. Quería solo mostrarme una larga, larguísima mata de calabazas, que se había deslizado de manera increíble por entre las plantas del cantero y había invadido buena parte del patio. A su longitud sumaba, además, la maravillosa prestancia de unas flores amarillas, casi anaranjadas, y la prometedora silueta de unos frutos en ciernes.

Se me reveló primero, y estoy dispuesto a jurarlo, el alma poética. Me fascinó en ese primer instante contemplativo la maravilla de la germinación. Quizás hice algún comentario saludando la belleza sorpresiva, aquella que irrumpe incluso en la aridez más condenada. Con otras palabras, seguramente. Pero al leer los ojos de la bibliotecaria que me acompañaba, me percaté de que me había conducido allí por un asunto más “terrenal”.

Había contado, me dijo, dieciséis flores y cinco frutos, de tamaños distintos. Éramos ocho trabajadores en la Biblioteca. Si nos organizábamos, podíamos ser justos y ayudarnos todos.

Mi abuelo, en su época, solía cosechar las calabazas sólo para consumo de los cerdos. La utilizaban en casa exclusivamente para los frijoles colorados y para el flan de calabaza, que mi abuela hacía  genialmente porque superaba, en esencia, el sabor original de la cucurbitácea. Se reía el viejo, con su permanente sentido del humor, cuando leía los nuevos precios en el mercado y volvía a casa con la bolsa vacía, diciendo que los tenderos se habían vuelto locos y querían venderle calabazas a precio de filetes.

Pero en la Biblioteca, incluso a los más ateos,  pareció un regalo de Dios aquella planta voluptuosa, que ofrecería sin costo alguno, alimento sano a trabajadores que tan poco recibían a pesar del esfuerzo increíble por inculcar el hábito de la lectura en tiempos de grandes carencias…Así que…convoqué a una reunión.

Nunca tuve auditorio más atento. Todo consistía en decidir con justicia cómo repartir lo que la exigua franja de tierra y la generosidad del Señor, sin duda, había puesto en nuestras manos. O pondría, siempre aclaré, porque aún faltaba tiempo para la cosecha. Y en cualquier caso, los frutos no nacerían simultáneamente…

Subestimé a mis trabajadoras. Quizás, lo reconozco hoy sin pudor, con la misma energía con que había discrepado a mi llegada a la institución de los métodos de trabajo que heredaba, y que al final, con abnegación y mucha paciencia colectiva, logré modificar incluso con respaldo entusiasta, lo cual era para un soñador como yo, mucho más que un mérito.

Me sorprendieron con una lista bien prolija de probabilidades, que me hicieron desconfiar de su verdadera vocación. Las escuché con admiración mal disimulada. No dejaban cabo suelto. Podían lo mismo dividir las calabazas en partes iguales, si eran lo suficientemente grandes, o por grupos de a dos o de a tres si la mayoría así lo consideraba. Podían arriesgarse incluso a esperar que todas estuvieran con un tamaño aceptable para comenzar a repartir, por si existiera amenaza real de malograrse alguna. En todo caso,*+ tenían preparados unos papelitos para rifar quién tendría el privilegio de comenzar y el orden en que recibirían la cosecha.

Tomaron mi sorpresa o mi admiración por reserva o suspicacia y enseguida dijeron que en el marco de la sección sindical a todos pareció una buena idea, pero, como yo no había estado presente, mi anuencia era determinante.

No dejé que ningún silencio interfiriera: aceptaba con gusto aquella repartición de lo que la Naturaleza nos había honrado y aprovechaba para solicitarles el mismo entusiasmo y dedicación para las labores de la biblioteca, que no debían alterarse. Depositaba la responsabilidad y la confianza en la secretaria sindical para que organizara todo y me informaran de los resultados de la rifa. Era un apoyo evidente de la administración y aquello mereció aplausos.

Cierto prurito me sugería mantenerme al margen, pero me asignaron un número tras el sorteo. Lo cierto era que la crisis seguía sin solución aparente y las calabazas en cambio crecían pantagruélicamente.

Fue una cosecha maravillosa. Recuerdo que al final cada uno recibió el equivalente a una calabaza entera. Yo mismo llevé cada parte a mi casa, con orgullo similar al de un campesino, y con igual entusiasmo lo recibió mi mesa, tan poco provista en esa época.

Ante tamaño éxito supusimos que otras plantas crecerían y que igual de armoniosas serían las próximas cosechas. Pero no sucedió.

Tuvimos incluso una ilusión. Por la esquina norte del patio apareció una nueva planta y pronto comenzó a trepar con ímpetu envidiable. Estuvimos atentos. Nacieron entonces  unas flores un poco pálidas, luego unas calabazas emergieron… Mas, cuando ya alistaban mis trabajadoras papel y lápiz para la distribución, desaparecieron sin rastro alguno. Sospechamos que alguien las robó alertados por el éxito anterior. En un mal momento, alguien hizo alusiones comprometedoras a familiares y amigos. El clima, ya depresivo, empeoró.

 Un domingo en la mañana, como trabajo voluntario, limpiamos el patio y al final celebramos un cumpleaños colectivo con el aporte de todos, modesto, pero reparador. Hasta que el lunes, casi al mediodía, un camión recogió la basura, nadie logró concentrarse en su trabajo. Como si el olor de las flores marchitas de las calabazas nos recordaran la decepción por las cosechas perdidas.


5 comentarios:

  1. Con los precios de ahora casi podemos hacer lo mismo....

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  2. que lindo Carly, pura ternura...!!! las calabazas significaron en sí mismas... no tuvieron que convertirse en carroza para la cenicienta... jejej

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  3. Pues benditas calabazas y benditas palabras con las que escribes. saludos.

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