martes, 17 de septiembre de 2013

Un buchito de café




Un buchito de café

A Esteban Llorach debo esta crónica. La Biblioteca Nacional invitó al prestigioso editor una de estas tardes y alrededor de su libro Ya está el café (Gente Nueva, 2011) el público disfrutó de su sabiduría y de su contagiosa conversación. Y  fueron tantas las anécdotas, que yo no pude menos que evocar, mientras saboreaba una taza rebosante, mi relación con el  que Martí llamó, con toda justicia, “la forma mejor del oro”.
Hasta los cinco años viví en el campo, en un lugar que llamaban Naranjal (entre Colón y Perico), un pequeñisimo poblado que hoy no sé si existe. Volví una vez, siendo un adolescente, y al ver las ruinas de mi antigua casa cubiertas por una hierba gigantesca,  sentí tal dolorque nunca más quise intentarlo de nuevo. Pero allí viví una etapa maravillosa de mi vida, bajo el ala protectora de mis abuelos, la dulzura inextinguible de mi madre y los brazos poderosos de mi padre, que me alzaban al cielo con orgullo.

Cada amanecer,  el café y el canto de los gallos se mezclaban. Hasta donde mi memoria me permite no eran tazas sino pequeños vasos de peltre blanco los que recibían la humeante infusión y no eran cafeteras sino coladores rústicos los que usaba mi abuela para despertar los bríos de los que se iban al surco. También yo tuve mi jarro de peltre y muy pronto tomé café, casi siempre claro o con leche fresca.Para las visitas, que no eran muchas, había una vajilla completa con bordes dorados, posiblemente española, que apenas recuerdo. Cuando me mudé al pueblo llevé mi jarrito de metal.
En mi casa de Jovellanos, mis padres y yo tuvimos cafetera pero nunca el café supo tan bien.  En sus visitas, que eran muy frecuentes, o cuando iba a verle al campo, mi abuelo me confió una receta que no sé si conoce mi amigo Llorach: galletas con café y azucar. Quizás no sea tan sofisticada como las que describe en su libro, pero ninguna me trae la sonrisa pícara de aquel viejo maravilloso que me enseñó a escudriñar la raíz de los árboles y de las actitudes, en cualquier circunstancia.

Extrané el café claro y dulzón de mi madre en cada beca y en cada ausencia. Cuando me fui a vivir al oriente de la Isla aprendí a beberlo en vaso alto, más claro y más pródigo y aun con el agua salobre de Puerto Padre no me faltó cada mañana.
Durante los años más críticos del “Periodo Especial” contaba los centavos para conseguir una “hechura”, la cantidad suficiente para una “coladita”, que en aquellos terribles e inciertos momentos, en que los estómagos clamaban por algo más sustancial… nos sabía a gloria. No obstante, más de una vez debimos renunciar a él y acudir a algún sucedáneo: un anisón, una menta, una cañasanta…pero sabíamos que era circunstancial, que más temprano que tarde se restablecería su aroma en nuestra casa. Quizás también en eso pecamos de optimistas.

Hasta hace muy pocos años no me interesé jamás por marcas ni procedencias, tomaba el café con naturalidad e indulgencia. Más claro o más fuerte, más dulce o más amargo, era solo el trago caliente y apurado que me impulsaba a saltar sobre la molicie cotidiana. Pero el olfato y el paladar no colaboran siempre. Uno trata de convencerles, pero se resisten.
Para colmo, en las dos últimas décadas visité España y República Dominicana, países donde la oferta de café de calidad es abundante y diversa.  A partir de entonces, los amigos y familiares me corrompen la nostalgia: envían, de vez en cuando, algún paquetico. El paladar y el olfato se rebelan…

Cuesta explicar, ciertamente,  cómo han menguado tanto nuestras producciones del grano y cómo un cultivo floreciente y representativo del país ha sido relegado de tal manera. No lo explican siquiera los ciclones que se ensañaron en los últimos años con importantes zonas productoras. No hay pretexto creíble. Lo que sí es una evidencia irrefutable es que falta también en nuestra mesa cuando pudiera paliar otras ausencias más justificadas.
Y luego, contada por el propio Presidente, la anécdota que puso el puntillazo: les enseñamos a los vietnamitas a cultivar café y ellos están hoy entre los principales exportadores del mundo. En cambio, nosotros  lo importamos. A alguien, sino a toda Cuba, debió avergonzar esa  certeza.

Y,  además, lo tomamos mezclado, que ya nos lo aclara el fraterno Llorach, no es el problema, porque no es una práctica exclusiva de Cuba, ni de este tiempo. Pero… por Dios… ¿!qué alquimia!?
Las noticias recientes del país reflejan algún entusiasmo gubernamental: las cosechas serán un poco mejores, los caficultores más estimulados. Pero no lo suficiente. Por lo pronto, no lo notaremos en casa.

En la ciudad, algunas cafeterías anuncian recetas casi olvidadas y sus aromas distinguidos el advenimiento de una nueva época. Hay razones  para creer, me dicta mi abuelo desde la memoria. Quiero ser optimista, alzar mi taza por esos nuevos tiempos; tomarme un buchito de café (puro saber cubano) para seguir adelante. Que la jornada, sin duda, será larga.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Flocumbé



“Flocumbé”
Aunque nací en la ciudad de Matanzas, lo cual consta, para mi orgullo, en mi documento de identidad, fue en el pueblo de Jovellanos donde pasé mi infancia y parte de mi primera juventud. Mi padre, que fue desde adolescente obrero agrícola, creyó encontrar allí mejores posibilidades económicas al triunfo de la Revolución y con la familia recién formada comenzó su nueva vida en este poblado matancero. Por su  escasa instrucción y a  falta del discurso pedagógico, debió fomentar en mí, de otra manera, el amor por el recién estrenado gentilicio y lo consiguió, o al menos lo intentó, traspasándome la devoción por sus ídolos locales. Primero, por la inigualable Celina González y, más adelante, por uno de los grandes peloteros que ha dado Cuba, Wilfredo Sánchez.

Con los años y por muy diversas razones, he mantenido una relación  cordial, pero no cercana, con mi pueblo natal. En ello seguramente ha pesado el hecho de que muy jovencito, por causa de los estudios y luego por asuntos familiares, abandoné el terruño y comenzó mi peregrinar por otras provincias del país hasta radicarme en la capital. Pero aun tengo allí muchos afectos y seguramente centrarán mi atención en otras oportunidades.

Jovellanos, desde que recuerdo (a los cinco o seis años me mudé, luego de que mi padre lograra instalarse definitivamente) me sorprendió por su mayoritaria población negra y mestiza y esa percepción era (o es) muy común todavía entre la gente. A tal punto, que más de una vez, les ha extrañado a conocidos de otras partes de Cuba mi piel “blanca”. No tengo, ni me interesa refrendar aquí con datos estadísticos, la composición racial de mi pueblo. Basta solo caminar por sus calles para corroborarlo. Cuando visitamos el pueblo, a mi mujer, habanera reyoya, le resulta curioso de algún modo, los muchísimos abrazos negros que recibo, que casi siempre sobrepasan mis menguadas carnes.  Y es que negros fueron la mayoría de mis compañeros de clase, de mis vecinos, de mi primer equipo de pelota en el barrio, de mis maestros…en fin…
Luego de algunas tentativas, mi padre ejerció el oficio de cocinero. Tenía un currículo escaso pero plausible: quedó huérfano muy temprano y debió agenciárselas solo para sobrevivir. En casa, cocinaba mejor que mi madre, y no debió ser muy malo porque ganó muchos amigos entre sus camaradas de faenas. Era muy natural que en las tardes o los fines de semana, nos visitaran. La mayoría, por supuesto, eran negros o mestizos. Crecí entre encuentros jaraneros y en convites (sin negativas) lo mismo para arreglos domésticos que para cumpleaños, en los que mi padre compartía gustoso con ellos su humilde ron.

En muchas ocasiones, al referirse a su barrio de procedencia, estos amigos lo nombraban “Flocumbé”. No tenía ni tengo muy claro aun,  los límites de ese barrio jovellanense. Creía saber que estaba un poco en las afueras, más allá del puente y de la carretera central y que mucha gente que llegaba al pueblo, hacía su casa allí. En la escuela, muchos niños, al preguntárseles, daban ese nombre como su dirección. Mi memoria, que sufre ya los traspiés del tiempo, no me ofrece todas las luces que necesito, pero creo recordar que no era un lugar “bien mirado”, al menos en los años de mi infancia. Quizás algunas personas en estos primeros tiempos de mi vida me hicieron pensar que era un barrio marginal. Nunca, por las razones que fueran, y hoy no puedo justificarlas, visité esa parte del pueblo.
Muchos de mis amigos tenían familiares en “Flocumbé”. Mi padre, en más de una ocasión, fue contratado para asar puercos o preparar chilindrones por aquellos lugares, donde se celebraban a menudo fiestas tradicionales de origen africano, en los que tambores y  cantos protagonizaban jornadas enteras. Claro que a esa parte del pueblo no se reducían las locaciones para esas festividades. Jovellanos constituía, según he podido comparar, un escenario para bembés y otras fiestas religiosas, como pocos lugares he visto en mi vida.  Así que me pareció siempre que el nombre del barrio se ajustaba perfectamente a aquel entorno lingüístico.

Mi padre regresaba siempre muy cansado y contento, con un poco de carne y unos tragos adicionales y muchas veces cantando unos raros estribillos ininteligibles. Aunque le acompañé a otros sitios en los que practicaba su oficio, no me llevó a “Flocumbé”.
Quizás todo eso contribuyera al misterio sobre esa zona de Jovellanos que no conocía, a pesar de ser un pueblo relativamente pequeño. Y cursando la asignatura de Folclor en la universidad, ante la inminencia de presentar una reseña investigativa sobre un vocablo de origen afrocubano, usado en los territorios de residencia, me pareció que era la oportunidad de oro para desentrañar los enigmas de una palabra y un barrio, casi desconocidos, de mi territorio. Por demás, muy confiado en que los resultados de mi rastreo  aportarían un dato original dentro de mi clase, me reservé la mayor parte de la información para lograr un mayor impacto...

Durante muchos años, entre tantas voces de origen africano,  había escuchado hablar de “Flocumbé” a todo tipo de personas,  de todas las edades, de todas las ascendencias, de los más diversos oficios y profesiones,  pero nunca de su significado. Así que imaginé que habría suficientes fuentes y documentación para mi ejercicio investigativo.
Ya me aprestaba a asaltar archivos y bibliotecas, cuando un viejo profesor de mi pueblo me salvó de la  mofa de todos mis condiscípulos y profesores. En los documentos fundacionales y más recientes de Jovellanos difícilmente encontraría el nombre de “Flocumbé”, salvo que los amanuenses más jóvenes hubieran caído en el mismo error  de tantos. En cambio, figuraría el de Flor Crombet, aquel aguerrido patriota cubano, caído en combate por la independencia de Cuba en 1895 y motivo de orgullo, seguramente, para cualquier habitante del barrio homónimo de mi Jovellanos natal. Nada, singularidades del habla popular, que un libro y una serie televisiva, anunciados por estos días, me han hecho recordar.