viernes, 1 de agosto de 2014

Más urgente que el pan



Más urgente que el pan




En una de las tantas colas a las que estamos habituados los cubanos, en una panadería de un pequeño pueblo provinciano,  un viejo compañero de espera me contó, ante la pésima calidad del producto que recibía, que antes del triunfo de la Revolución, el panadero dueño, cuando alguna hornada no cumplía los requerimientos a los que él tenía acostumbrados a sus clientes, se disculpaba personalmente con cada comprador, rebajaba unos céntimos y prometía que la siguiente oferta estaría impecable. Y jamás incumplía su promesa, me aseguraba el camarada de infortunio que, como yo, se llevaba a casa aquella mala versión  del pan nuestro de cada día.


Pero no quiero referirme a la calidad del pan que, con algunas ilustres excepciones,  casi se ha convertido ya en una metáfora de la producción estatal, sino a la disculpa.


En el aeropuerto internacional José Martí, ante un retraso enorme de un vuelo de Cubana de Aviación y la incomodidad creciente de los futuros pasajeros, entre los que se encuentran mujeres, ancianos y niños; en nuestro bien prestigioso (sin ironía alguna) Hospital Hermanos Ameijeiras, donde una extensa cola para recoger los análisis se alarga hasta el infinito por un error (comprensible por humano) en el  registro de uno de los pacientes; en un Banco Metropolitano,informatizado,  bien aclimatado y recién pintado, donde una falla en la conexión, propicia que se detenga el servicio, lo cual es más crítico para las personas que esperan afuera bajo la inclemencia de nuestro cálido sol veraniego; en nuestras calles, donde fructifican todo tipo de baches e imperfecciones, consecuencias de trabajos mal realizados y peor controlados; en los agromercados, donde se ofrecen a precios astronómicos productos de ínfima calidad, en medio de una campaña por nuevos mecanismos que favorezcan los resultados de la agricultura cubana y sobre todo, a la precaria mesa doméstica; en unos y otros lugares…¿ dónde está la necesaria, imprescindible, baratísima disculpa?


No es un producto importado, no necesita de insumos especiales ni siquiera en un mínimo porciento, no se ve limitada por eventos meteorológicos, no tiene que pasar por Acopio ni algún intermediario burocrático, no es políticamente incorrecta, no implica una consecuencia de raza o de género, no es contagiosa…y entonces…¿por qué falta…?


¿Acaso alguna directiva o memorando, algún inciso oscuro de la Constitución, pretende proscribirla de nuestra vida cotidiana?


¿Cuánto cuesta, cuánto tiempo invertimos, cuánto puede afectarnos ofrecerla cuando no tenemos algo mejor que dar?


Y cuando un ministro, un administrador, un asalariado tiene una responsabilidad que cumplir ante aquellos que le han designado, ¿no es la disculpa lo menos que puede esgrimir cuando ha incumplido sus deberes? ¿Y quién exige su presencia cuando la ética no lo ha conseguido antes?


Sigo pensando que al pan pudo faltarle la harina adecuada o la mejor grasa, pero a la disculpa le falta un valor que escasea más y es más notable que la sal: el respeto al prójimo. Y no puedo disculpar a los indolentes que asumen esa falta gravísima como un mal incurable. Pero hay que dar ejemplo, que esa es otra lección pendiente.

martes, 18 de febrero de 2014

Conducta: lecciones y un poco de fe






Conducta: lecciones y un poco de fe





Desde Suite Habana, la maravillosa película de Fernando Pérez, no había experimentado las emociones que ahora me produjo el filme Conducta, de Ernesto Daranas. Luego de los comentarios de Enrique Colina, Pineda Barnet y Rolando Pérez Betancourt, poco puede aportar este humilde espectador al juicio crítico especializado de esta singular obra cinematográfica y no me corresponde expresarme  en esos términos. Pero escribo desde la pasión, un sentimiento que ha reunido esta vez, casi de forma unánime, a la crítica y al público cubanos. Pasión por el cine y por mi país.


En uno y otro caso, me siento recompensado. Por el cine cubano, que retoma su calidad y aliento de la mano de nuevas hornadas de realizadores y desde una cinta crítica y auténtica, revela la complejidad de nuestro entramado social.


Y por mi país, que  abre sus cajas negras y saca a la luz debilidades y flaquezas, evidencias de grises años de ceguera, mirada oblicua, tangencial; inercia, para que tras ese ejercicio valiente de autoconciencia y determinación, nos pongamos a trabajar. Porque a pesar del dolor, de las lágrimas, esta película insufla esperanzas.


No sorprende lo que cuenta Daranas. Para los cubanos estas realidades no son excepcionales, las confrontamos casi todos los días y hay tantas historias parecidas que los personajes nos parecen familiares, conocidos. Y tanto burocratismo y tanta superficialidad dañina y tanta doblez. Y tanto por hacer, que no depende de eliminar largos bloqueos genocidas sino de cambiar todo lo que precisa ser cambiado, liderado por la voluntad y la experiencia populares, potencialidades que pujan cada día más por ganar oportunidad de decisión en aquello que le concierne.


Y creo que nada es más convincente que la vida de esta maestra ejemplar para  determinar la envergadura de la batalla que nos aguarda. No será sin dolor, ni será fácil; no habrá manuales ni guiones rígidos, pero habremos de atender a las esencias. 


Que Martí dijo , hace más de cien años, que educar es preparar al hombre para la vida y nos cuenta aún aprender la lección, aunque las circunstancias nos estén remitiendo al Maestro todo el tiempo. Que sirva el drama de esta  educadora con alma de Quijote para advertir los molinos y las fuerzas oscuras que los mueven contra todo progreso, contra toda prosperidad.

Y que nos contagie su fe, su perseverancia. Porque necesitamos muchas Carmelas, es cierto, pero están entre nosotros, las tenemos. ¿No les parece?

jueves, 26 de diciembre de 2013

Recuento de fin de año



Recuento de fin de año
Fue  campesina mi primera infancia. Faltaba Santa Claus, pero nunca los buñuelos. Cuando no estuvo la abuela Paula, que tenía las mejores manos para aquellas torcidas y legendarias figuras de yuca, mi madre, ya en el pueblo,  se hizo cargo. Aunque no heredó todos sus méritos culinarios, no permitió que se interrumpiera nuestra infancia privándonos de robar de la cocina los deliciosos dulces almibarados. 
Y luego, los turrones, las cidras, las empanadas, el vino dulce, las manzanas…mi abuelo que llegaba sobre su caballo, con las alforjas cargadas y su risa rotunda de hombre sembrado a la tierra;  la familia entera a la mesa, servida con cerdo o con guanajo… el pasado. Por ausencias, pérdidas, imposiciones, hemos cedido, más tarde, a otras ceremonias, pero no olvidamos.
No sabíamos entonces de la guerra, de la contrarrevolución, de los sabotajes, aunque los hombres casi nunca estaban en casa y las mujeres rezaban o lloraban en silencio. Éramos niños. Nos enseñaron que el futuro eran las flores de los limoneros y los naranjos, una polluela echada muy cerca del maizal, un panal de abejas; ni siquiera juguetes nuevos porque duraban todavía aquellos de madera. Todo tan simple, tan inocente, que da tristeza comprobar que hemos crecido.
Han muerto ya los abuelos y mi padre; mamá confunde los nombres y los tiempos, tengo unas libras de más y unas arrugas nuevas, mis hijos varones me llaman cordialmente “viejo”. Comienzo a sospechar que la media rueda va inclinándome cuesta abajo, pero me resisto. Releo libros, comparo discursos, estoy atento, escribo, participo; para mi ocio, vigilo, con algunos cofrades, las series y películas que valen entre tanta mediocridad, discuto…
He concluido que el mundo va más de prisa pero no necesariamente mejor. Que las tecnologías, en su efervescencia, a veces fomentan la desmemoria y el descuido de la Historia. Que se cometen errores conocidos y se recurre a fórmulas gastadas en otras latitudes. Que se calla lo que verdaderamente necesita ser analizado y debatido, como si a todos no correspondiera decidir el destino de la Humanidad.
Cada fin de año somos un poco más viejos y también el planeta, aunque, casi siempre, solo sacamos las cuentas domésticas. Entretanto, como las fugas radiactivas, el olor de la guerra se expande peligrosamente, con todas sus secuelas. Pero se gasta más en armas que en medicinas y cuadernos, por lo que solo el dolor y la ignorancia siguen creciendo.
En Cuba, pese a los noticiarios, la prosperidad no llega. El consuelo de que a otros les va peor, ya nos agota. Nos resistimos a pensar que la generación que sobrevivió a la crisis de los misiles y a la Opción Cero, todavía no pueda ver la mesa lo suficientemente dispuesta al finalizar el año, como para creer que el esfuerzo ha valido la pena. 
No se trata de lujos,  se trata de celebrar con beneficios tangibles (techo adentro, en correspondencia con Marx),  el éxito, no de haber sobrevivido, sino el de haber crecido, de verdad. Porque no se degustan los números como los buñuelos y porque el año siguiente queremos festejarlo aquí.

viernes, 8 de noviembre de 2013

El cine: la otra dimensión






El cine: la otra dimensión

En el anfiteatro al aire libre de Jovellanos vi mi primera película, no la recuerdo porque apenas tendría siete años. A mi padre le encantaba el cine y aprovechaba esta opción gratuita, que nunca había tenido antes del 59. Con relativa frecuencia, exhibían en ese gran espacio popular cintas de muy diversa nacionalidad y género. Entre los títulos más repetidos: Palomo Linares, El gallo de oro y La vida sigue igual. También una larga lista de filmes japoneses de samurais, entre los que sobresalían los protagonizados por el ciego Ichi, que llegaron a saturar a mi padre y que a mí, sin embargo, me atraían muchísimo.

En mi propio pueblo natal, en el cine Jovellanos, cultivé mi afición por el séptimo arte. Primero de manos de mi padre, luego, por mi propia voluntad. A falta de televisor, mis padres promovieron ese hábito semanal que  constituía, junto a la lectura, una forma barata y  segura de mantenerme entretenido. Cada domingo, no obstante, vigilaba a los vecinos privilegiados para ver si decidían poner a Chaplin o al Gordo y el Flaco, en la Comedia silente.

Creo recordar que fue Miércoles de ceniza la primera película prohibida para menores, a la que accedí, antes de cumplir los diesiciséis, y Elizabeth Taylor, mi primera fascinación. Bastante alto para mi edad, podía pasar por mayor, por lo que repetí la experiencia con muchos otros filmes, privilegio del que no pudieron disfrutar algunos de mis amigos. 

En algún momento, comprendí que mi interés por la lectura y el cine me distinguían del resto de mis compañeros y que dedicar tanto tiempo a esas aficiones me restaba posibilidades en el beisbol, pero me arriesgué. Luego, mi padre me regaló un guante de pelota y semejante posesión me garantizaba, al menos, jugar en los partidos del barrio. La experiencia deportiva logró incluso entusiasmarme, a pesar de que mi desempeño solo favorecía a los equipos contrarios.

Ir al cine todas las  semanas fue un hábito que me acompañó el resto de mi juventud. En el teatro de  la Universidad Martha Abreu, en Santa Clara, no me perdía ninguna cinta, a pesar de que los títulos se repetían. No sé cuántas veces vi La cámara 36 de Shaolín o Un instante, una vida, de Sydney Pollack. Los amigos de mi grupo de Filología nos íbamos frecuentemente a las funciones especiales, en los cines de la ciudad, que comenzaban pasadas las 10 de la noche, y  que nos obligaban a regresar casi  al amanecer.
Cuando comencé a trabajar en Matanzas, no me perdía una película de estreno y de ello pueda dar fe mi fraterno Alfredo Zaldívar, que me acompañó muchas veces al cine. Una vez, sin embargo, le pareció que exageraba. Era un día muy lluvioso de invierno, y ponían Frances, con Jessica Lange, en un cine de las afueras, donde sabíamos que seríamos víctimas de enormes goteras. Sólo la fiel amiga Teresita Burgos, fina escritora matancera, me secundó en aquella aventura, de la que volvimos felices y mojados. 

En Puerto Padre sufrí durante años la pésima señal del canal seis de la televisión, que me impedía ver muchas películas  y la obsolescencia de un Krim soviético que se resistía, con toda lógica, a la manipulación. Hasta que no arreglaron el asunto de la señal y no me compré un televisor nuevo, mi vida estuvo mutilada. Entretanto, me hice asiduo del videoclub y hasta gané un festival Cinemazul, de apreciación cinematográfica,  con un jurado que presidió el inolvidable Rufo Caballero. En las películas y en los libros encontré refugio, cuando los apagones lo permitían, durante los más amargos y desesperanzados tiempos del Periodo Especial.

Ya en La Habana pude concretar un sueño que había tenido toda la vida: disfrutar del Festival de Cine Latinoamericano, algo que mi esposa, por capitalina, había logrado siempre.

Con los años, las responsabilidades, los deberes hogareños, la escritura, me han retenido más en casa. La meta ha sido desde entonces traernos el cine al hogar, propósito que mi esposa y yo hemos asumido con celo y pasión de coleccionistas. 

Hemos acopiado películas de todos los géneros y nacionalidades, que nos parecen imprescincibles para sentirnos plenos. En el listado, que se enriquece sistemáticamente con contribuciones de amigos de todas partes, no solo hay obras de consagrados como Fassbinder, Szabó, Hitchcock, Kurosawa, Gutiérrez Alea y Fernando Pérez, por citar algunos. A veces se establecen relaciones afectivas con filmes, que no pueden explicarse con razones artísticas. Por mucho tiempo busqué Brubaker, aquella cinta de tema presidiario que protagonizara Robert Redford, sencillamente porque me había impresionado en mi primera juventud. Mi esposa ha visto infinidad de veces Onegin, no solo porque le encanta Ralph Fiennes, sino porque una anécdota sentimental nos une con esa hermosa cinta.

Así que la irrupción del 3D no podía pasar inadvertida para nosotros. La curiosidad aumentaba. Cuando mi esposa supo que viajaría a Madrid, hace poco menos de un año, se prometió que, por encima de cualquier otro gusto, conseguiría visitar un cine de aquellos. La comprendí: yo hubiera deseado lo mismo. Me lo describió, desde la capital española,  como un gran descubrimiento y solo se lamentaba de que nuestra hija no pudiera disfrutarlo en mucho tiempo. 

Sin embargo, poco tiempo después, sin que mediara un avión, en una sala cercana a mi casa, mi hija y yo pudimos asistir a una proyección en 3D. Con comodidades extraordinarias, con un precio alcanzable si se asume como paliativo personal a las tantas carencias y limitaciones cotidianas (que no cesarán ni se multiplicarán con ese desembolso ocasional), con un servicio delicado y casi exclusivo, vi allí una película con mi familia. Mi hija se divirtió como nadie y nosotros, con ella.

A partir de ese momento, la salida al cine 3D fue la opción preferida de mi niña. Puesta de acuerdo con sus compañeros de aula, constituyó la reunión social por excelencia de sus diez años curiosos. Sin necesidad de transporte, sin riesgos de accidentes, al alcance de nuestro control, disfrutaba con sus amigos de un espectáculo entretenido y sano, acaso con similares limitaciones estéticas a las de otros filmes de la televisión, el cine tradicional y la oferta de los vendedores de dvds.

Asistí luego a otras funciones y a otras salas en La Habana. Confieso que, casi siempre, a favor de la pequeña, porque en la cartelera no encuentro comúnmente títulos que pudieran interesarme. No han dejado de impresionarme, sin embargo, los efectos especiales, que confieren un atractivo singular a cada una de las exhibiciones.  Creo que todavía la diversidad de sus propuestas no ha alcanzado a seducirme y sigo prefiriendo las de mi colección, pero comprendo que su llegada al país ha sido reciente y que es algo que pudiera mejorar…

Un amigo, prestigioso intelectual de este país, me había convidado por estos días, a ver la última versión de Superman, en 3D. A ninguno de los dos nos interesa mucho el género ni nos seduce este socorrido superhéroe, que muy distante está de nuestros arquetipos. No obstante, era una oportunidad de reunir a las familias y, de paso, compartir impresiones sobre el desempeño del actor protagónico, en un rol de larga ejecturoria en el cine y con la novedad de la tercera dimensión. 

La noticia del cierre de las salas de 3D, ha sido un cubo de agua fría. En un país donde las opciones de emplear el tiempo libre para el ciudadano común resultan escasas y generalmente caras, una medida como esta tiene garantizada la impopularidad. La parquedad de la alusión publicada, sin una fundamentación coherente, ha propiciado todo tipo de rumores, que se acercan al apocalipsis, para los emprendedores cuentapropistas. Las declaraciones invocadas de las autoridades culturales suscitan, aparentemente, más desacuerdos que prosélitos. Con algún optimismo panglossiano, la gente aspira a una rectificación que restituya, controles mediante, una opción para el ocio que ganaba interés en la comunidad.

Yo, me he puesto a desempolvar mis películas. Mi hija, en cambio, me ha preguntado esta mañana con mucha convicción, cuánto costaría un televisor de 3D. Y, enseguida, enseguida, recordé que no había tomado mi Enalapril.