martes, 27 de agosto de 2013

Panes y peces



Panes y peces

Mi educación religiosa se limitó a unas pocas oraciones, aprendidas tras numerosas y aburridas repeticiones y a escondidas de mi tío, el oficial, que las odiaba. Las reservaba fundamentalmente para exorcizar los demonios de la oscuridad. En mi niñez nunca tuve miedo mayor que a las sombras de la noche y a los ruidos del monte en las madrugadas. Para no pecar de cobarde, lo cual hubiera sido lamentable tratándose del único nieto varón de mi abuelo, rezaba bajo las sábanas hasta que el sueño me vencía. El campo que rodeó mi niñez, al que evoqué con cariño cuando me mudé al pueblo, era una imagen diurna; el recuerdo de la noche solo proveía a las pesadillas.

Pero la parábola de los panes y los peces, que me enseñó mi abuela, la recordé siempre. Y muy especialmente cuando el arte de multiplicar los alimentos, muchos años después de mi infancia, se convirtió en la única manera de sobrevivir al hambre.

En esa época, gracias a la libreta de abastecimientos, contaba con cuatro panes diarios, uno para cada integrante de mi núcleo familiar. Cuando arreció la crisis, el pan garantizaba un alivio mínimo al apetito de mis hijos que, en pleno crecimiento y amantes de los juegos y los deportes, precisaban, sin postergación posible, reponer las energías perdidas.

En la mañana dividíamos en dos cada pan y cada mitad, en su mejor momento, era untada de una mantequilla casera que, en el desayuno siempre apurado,  sabía a milagro. A la escuela, los muchachos llevaban la mitad restante para apoyar el magro y poco condimentado almuerzo. A la vuelta de clases, como leones, devoraban íntegros los dos panes restantes, lo cual significaba un paliativo para los jugos gástricos hasta la hora de la comida. Completaba la merienda un café clarísimo y dulzón.

De más está decir que los padres no probábamos el pan. Yo, incluso, evitaba mirarlo, mucho más olerlo. Me encantaba el pan y acostumbrado a comerlo hasta los treinta años sin más medida que la que me exigían mis pantalones, su exclusión involuntaria de mi dieta no tuvo solo consecuencias en mi peso, también en mi estado anímico. Fui más delgado y más agrio.

Como el dinero era tan escaso debido a las altas erogaciones para adquirir cualquier producto, la posibilidad de adquirir pan en el mercado negro era muy limitada y además la oferta era mínima.

Durante algún tiempo pudimos sortear un tanto el problema, con cierta malicia…tan inocente como ilegal, que se nos presentó por casualidad. Antes del Periodo Especial, mi suegro, en muchas ocasiones, nos hacía el favor de comprarnos el pan. La práctica llegó a ser tan habitual, que en aquellos tiempos de cierta holgura, a veces ni le exigían presentar nuestra libreta de racionamiento, con la certeza de que en la próxima adquisición apuntarían las adquisiciones omitidas. Una persona mayor, que vivía en el barrio desde hacía 50 años, podía tener un privilegio como ése.

Una mañana, ya en medio de la peor escasez, llegó a nuestra casa el padre de mi mujer con nuestros panes. Pero una sorpresa le aguardaba: Como debía irme más temprano que de costumbre a una reunión de trabajo, yo había comprado nuestras raciones al amanecer. Fieles a una costumbre nacida en mejores tiempos le dieron nuestra cuota sin pedirle la libreta y el resultado era una doble ración en nuestra mesa. Francamente, la vergüenza no llegó muy lejos. En realidad no había sido premeditado; era a todas luces un acto inocente. No obstante, tuvimos un ligero sentimiento de culpa.

Y como los tiempos eran de urgencia, decidimos dos cosas: primero, que no lo contaríamos a nadie y segundo, que ese día desayunaríamos todos.

La experiencia fue saludable. Lo comí despacio, despacio, como si fuera el mejor caviar. Ni siquiera me importó llegar tarde a la reunión. Incluso, tuve deseos de confesar que me había demorado justamente por eso…porque estaba comiendo pan. Pero reprimí el deseo, por prudencia.

Lo que pasa es que ciertas actitudes que tienen sólo resultados favorables tienden a la repetición. Y unos días más tarde, al llegar del trabajo, nos encontramos sobre la mesa cuatro panes y un papelito con letra nerviosa: “hoy también se equivocaron en la panadería”.

Luego nos pusimos a conversar mi suegro y yo. Y nos percatamos de que el turno que despachaba pan hasta las siete de la mañana no era el mismo que estaba más tarde. Y que si él iba bien temprano, yo podría ir después…Y funcionó.

Al menos durante algunas semanas lo hicimos con relativa frecuencia y yo creo que cambió mi humor. Si la culpa pretendía colarse en mi cabeza me defendía oponiéndole una verdad abrumadora: ¿no se llevaban panes todos los días los panaderos? ; ¿tenían ellos más derecho que yo?

Sin embargo, un día todo terminó abruptamente. Muy temprano en la mañana, cuando apenas nos habíamos levantado, mi suegro arribó con una mala noticia: Un barco con harina, del que nadie sabía la procedencia, encargado de reponer las reservas del pueblo, se había retrasado por una causa también desconocida. Las panaderías sólo prometían unas galletas para los próximos días si llegaba un surtido prometido desde otra parte. En resumen: No había pan y ni siquiera sabían cuándo tendríamos de nuevo.

Mis hijos eran lo suficientemente grandes para tener apetitos proporcionales, pero demasiado pequeños para entender lo que es una crisis y mucho menos para entender que ni siquiera una mitad de pan podían llevarse a la escuela.

Y aunque la afirmación de que el cubano se ríe de sus problemas está tan enraizada, confieso que mi humor empeoró mucho por esos días. Y el proverbio que tanto repetía mi abuelo para situaciones muy disímiles tuvo entonces uso cotidiano: el casabe sustituyó al pan. Y mientras hubo yuca la gente sonrió. Luego, tuvimos galletas hasta que al parecer el barco llegó a puerto cercano con la harina soñada y todo volvió a ser como era: un pan por persona.

Pero no sólo de pan o casabe vive el hombre…entonces los peces.

Vivíamos en un poblado costero que había tenido su discreto esplendor: Aquellos tiempos de los pargos maravillosos sobre la tarima, esperando que el más modesto de los pobladores hiciera el honor de adquirirles. Los precios en que había comprado aquellos magníficos ejemplares me causaban depresión. Ahora las pescaderías no solo eran sitios solitarios, a los que volvían borrachos o moscas desorientados, sino que ofrecían la certeza de una época terminada. Daban tanta pena como nosotros.

Tenía una amiga que tenía un primo pescador. Debía entregar al estado el mayor por ciento de la captura pero le dejaban para su uso personal algunas libras y aquellas especies que no interesaban a la empresa procesadora. Roncos grises y dorados, loros, mojarras, montones de pescados pequeños pero nutritivos, constituyeron una opción privilegiada en aquellos días de penuria.

Había que ser discreto. El primo no lo hacía por dinero, cobraba muy barato realmente para los precios de entonces. Pero lo que él sabía y su prima también, era que si podía constituir una ayuda para nuestras desoladas mesas, no merecía convertirse en alimento para cerdos o en carnada; quería distribuirlo entre gente amiga, decente y necesitada, como nosotros.

Me avisaban por teléfono con una economía de recursos lingüísticos que envidiarían los mejores espías: “Ven”. Era suficiente. Nada de pagar en el lugar de recogida; nunca una cantidad que pudiera parecer sospechosa de comercio; reglas muy exigentes que de incumplirse, invalidarían cualquier trato futuro…Pero al fin unos pescaditos diversos, multicolores, que en mi bicicleta apenas constituían una bolsita liviana… la garantía, sin embargo, de una proteína segura y fresca.

La práctica más común era hervirlos y aprovechar su propia grasa en la elaboración. Gracias a la sabiduría de los más ancianos se emprendieron recetas casi olvidadas. De casi nada, porque aquellos pescaditos, una vez descamados o descuerados, revelaban su mínima compostura,  se hacía un plato con toda la dignidad de una mesa decente.

No dudo que en aquella hora solemne no pareciera a todos exquisito regalo de Dios.

Y luego, nada era despreciable, hasta los pobres gatos, condenados también a extinguirse, maullaban golosamente a sabiendas de que algo de las sobras les correspondería. La multiplicación nos volvía a la Biblia y a la vida.


miércoles, 21 de agosto de 2013

Calabaza, calabaza…




Calabaza, calabaza…

Eran los noventas. Dirigía yo entonces una pequeña biblioteca municipal y las consecuencias de la crisis habían llegado a la institución de forma rotunda. No se trataba sólo de materiales de oficina o de útiles de limpieza que se “perdieron” absolutamente del grupo de abastecimientos permanentes, para comenzar de pronto a resolverse por la muchas veces sospechosa “gestión personal”.

Una remodelación del patio y sus instalaciones, donde se celebraban numerosas actividades culturales, debió detenerse de forma abrupta cuando recursos financieros y materiales constructivos, planificados debidamente, desaparecieron del orden del día. La obra quedó trunca y, unos pocos sacos, viejas tablas, botellas, quizás unas latas de conservas vacías…se amontonaron en un rincón del patio.

Donde antes reinó la alegría de los niños o la emoción de adultos amantes de la poesía, la buena trova y el necesario humor, una húmeda soledad y un lacerante abandono crecieron sin medida. En los canteros destinados a plantas ornamentales languidecieron las flores que ya nadie miraba. Una nueva vida, sin embargo, comenzó a gestarse.

Confieso que no lo advertí. Tenía la misión de preservar y promover el amor por los libros en mi comunidad y, enfrente, un adversario peligroso: el desinterés. La gente ya sólo hablaba de comida y de apagones. También los bibliotecarios.

Me las arreglé, no obstante, en promover cierta literatura “utilitaria”. En tiempos de escasez había que estimular la creatividad y gracias a Robinson Crusoe, los manuales de construcción y las guías prácticas para cultivar huertos en los patios, nos hicimos de nuevos y renovados lectores.

Un día tocó a mi oficina una trabajadora. Tenía el rostro iluminado por los buenos designios y casi en un murmullo me pidió que la acompañara al patio. Sospeché que quería confiarme algo ajeno a mis funciones de Director y que no deseaba comprometer los oídos oficiosos de las paredes. Era de mañana y al patio no alcanzaba aún toda la fuerza del sol; bajo la mata de limón, que sobresalía la cerca del vecino, una extensa sombra invitaba a la conversación.

Sin embargo, mi estimable trabajadora, que guardaba en los bolsillos un montón de marbetes como evidencia de que recién había interrumpido su labor, no quería conversar. Quería solo mostrarme una larga, larguísima mata de calabazas, que se había deslizado de manera increíble por entre las plantas del cantero y había invadido buena parte del patio. A su longitud sumaba, además, la maravillosa prestancia de unas flores amarillas, casi anaranjadas, y la prometedora silueta de unos frutos en ciernes.

Se me reveló primero, y estoy dispuesto a jurarlo, el alma poética. Me fascinó en ese primer instante contemplativo la maravilla de la germinación. Quizás hice algún comentario saludando la belleza sorpresiva, aquella que irrumpe incluso en la aridez más condenada. Con otras palabras, seguramente. Pero al leer los ojos de la bibliotecaria que me acompañaba, me percaté de que me había conducido allí por un asunto más “terrenal”.

Había contado, me dijo, dieciséis flores y cinco frutos, de tamaños distintos. Éramos ocho trabajadores en la Biblioteca. Si nos organizábamos, podíamos ser justos y ayudarnos todos.

Mi abuelo, en su época, solía cosechar las calabazas sólo para consumo de los cerdos. La utilizaban en casa exclusivamente para los frijoles colorados y para el flan de calabaza, que mi abuela hacía  genialmente porque superaba, en esencia, el sabor original de la cucurbitácea. Se reía el viejo, con su permanente sentido del humor, cuando leía los nuevos precios en el mercado y volvía a casa con la bolsa vacía, diciendo que los tenderos se habían vuelto locos y querían venderle calabazas a precio de filetes.

Pero en la Biblioteca, incluso a los más ateos,  pareció un regalo de Dios aquella planta voluptuosa, que ofrecería sin costo alguno, alimento sano a trabajadores que tan poco recibían a pesar del esfuerzo increíble por inculcar el hábito de la lectura en tiempos de grandes carencias…Así que…convoqué a una reunión.

Nunca tuve auditorio más atento. Todo consistía en decidir con justicia cómo repartir lo que la exigua franja de tierra y la generosidad del Señor, sin duda, había puesto en nuestras manos. O pondría, siempre aclaré, porque aún faltaba tiempo para la cosecha. Y en cualquier caso, los frutos no nacerían simultáneamente…

Subestimé a mis trabajadoras. Quizás, lo reconozco hoy sin pudor, con la misma energía con que había discrepado a mi llegada a la institución de los métodos de trabajo que heredaba, y que al final, con abnegación y mucha paciencia colectiva, logré modificar incluso con respaldo entusiasta, lo cual era para un soñador como yo, mucho más que un mérito.

Me sorprendieron con una lista bien prolija de probabilidades, que me hicieron desconfiar de su verdadera vocación. Las escuché con admiración mal disimulada. No dejaban cabo suelto. Podían lo mismo dividir las calabazas en partes iguales, si eran lo suficientemente grandes, o por grupos de a dos o de a tres si la mayoría así lo consideraba. Podían arriesgarse incluso a esperar que todas estuvieran con un tamaño aceptable para comenzar a repartir, por si existiera amenaza real de malograrse alguna. En todo caso,*+ tenían preparados unos papelitos para rifar quién tendría el privilegio de comenzar y el orden en que recibirían la cosecha.

Tomaron mi sorpresa o mi admiración por reserva o suspicacia y enseguida dijeron que en el marco de la sección sindical a todos pareció una buena idea, pero, como yo no había estado presente, mi anuencia era determinante.

No dejé que ningún silencio interfiriera: aceptaba con gusto aquella repartición de lo que la Naturaleza nos había honrado y aprovechaba para solicitarles el mismo entusiasmo y dedicación para las labores de la biblioteca, que no debían alterarse. Depositaba la responsabilidad y la confianza en la secretaria sindical para que organizara todo y me informaran de los resultados de la rifa. Era un apoyo evidente de la administración y aquello mereció aplausos.

Cierto prurito me sugería mantenerme al margen, pero me asignaron un número tras el sorteo. Lo cierto era que la crisis seguía sin solución aparente y las calabazas en cambio crecían pantagruélicamente.

Fue una cosecha maravillosa. Recuerdo que al final cada uno recibió el equivalente a una calabaza entera. Yo mismo llevé cada parte a mi casa, con orgullo similar al de un campesino, y con igual entusiasmo lo recibió mi mesa, tan poco provista en esa época.

Ante tamaño éxito supusimos que otras plantas crecerían y que igual de armoniosas serían las próximas cosechas. Pero no sucedió.

Tuvimos incluso una ilusión. Por la esquina norte del patio apareció una nueva planta y pronto comenzó a trepar con ímpetu envidiable. Estuvimos atentos. Nacieron entonces  unas flores un poco pálidas, luego unas calabazas emergieron… Mas, cuando ya alistaban mis trabajadoras papel y lápiz para la distribución, desaparecieron sin rastro alguno. Sospechamos que alguien las robó alertados por el éxito anterior. En un mal momento, alguien hizo alusiones comprometedoras a familiares y amigos. El clima, ya depresivo, empeoró.

 Un domingo en la mañana, como trabajo voluntario, limpiamos el patio y al final celebramos un cumpleaños colectivo con el aporte de todos, modesto, pero reparador. Hasta que el lunes, casi al mediodía, un camión recogió la basura, nadie logró concentrarse en su trabajo. Como si el olor de las flores marchitas de las calabazas nos recordaran la decepción por las cosechas perdidas.


El Periodo…



El Periodo…

Quizás sea síntoma de un precoz Alzheimer, pero no puedo recordar fechas. A duras penas recuerdo los cumpleaños de mis hijos, de mi madre, de mis hermanas y aun así no siempre consigo felicitarlos ese día porque en el último momento, cuando creo que esa vez no pasará, lo olvido. Tras largos años de desmemoria, me perdonan, con esa indulgencia que ofrece, como nadie, la familia. Sin embargo, ya lo decía el poeta Félix Pita Rodríguez: “la memoria tiene archivos”y sólo basta pulsar una tecla y casi en andanadas vienen los recuerdos a ocupar el espacio que merecen en la conversación. Sin fechas, pero a buen resguardo.

Y si hay un tema de conversación del que todo el mundo parece tener buenas provisiones es el del Periodo que apellidaron “especial” desde el principio y que nunca pudimos degustar como algo “especialmente” bueno.

Con sospechosa vanidad presumimos todos de alguna historia, muy cercana a lo heroico, que nos permite posicionarnos en el lugar privilegiado de los sobrevivientes. Y quienes han tenido la oportunidad de ver la magnífica película de Gutiérrez Alea* sabrán que fuimos protagonistas de otra bien diferente, porque en esta éramos, evidentemente, la mayoría.

Algunos preferirían iniciar el recuento con una frase bien efectista: Todo comenzó con un muro…que de alguna forma pretendería justificar cómo lo artificial trató de imponerse, y de hecho se impuso, a tal punto que generaciones enteras pensarían luego que siempre estuvo allí, y que semejante estado de cosas tendría seguramente un origen cuasi divino. Esa errónea apreciación histórica tuvo en cambio un trasfondo real: se plantó un muro para no ver lo que estaba del otro lado y la tozudez nos produjo una rara ceguera que impedía ver el terreno propio. Pero esa es una historia que ya han contado y contarán y yo quiero escribir sobre los héroes que fuimos bajo la sombra de ese muro que casi literalmente se derrumbó sobre nosotros.

Muchos seguramente asociarán los inicios del Periodo con la escasez creciente de productos básicos que se desató, con los precios astronómicos e inverosímiles para todo lo que antes estuvo al alcance del hombre común, o con las noticias sorprendentes de la Europa socialista; para muchos de nosotros, sin embargo, los que amamos los libros, los inicios de la crisis los relacionamos con la paulatina desaparición de la literatura soviética de los estanquillos, que en los últimos tiempos, sobre todo en publicaciones periódicas como Sputnik o Novedades de Moscú, había suscitado una rara y contagiosa atención, porque derrumbaba mitos (¿muros?) a los que estábamos tan cosidos que era inevitable un cierto tambaleo, síntoma peligroso que debimos combatir inmediatamente por su parentesco ideológico con un mal mayor llamado, también casi desde el principio y para horror de la literatura y la imaginería infantil del futuro, desmerengamiento.

Al menos para mí fue ese el comienzo más contundente, antes de que los reclamos de mis hijos y el vacío cada vez más persistente de mis despensas me recordaran la consabida atención marxista al asunto de las exigencias materiales. El entusiasmo analítico con que abordé, junto a un grupo de camaradas poetas y pintores, la glasnot y la perestroika, fue sucumbiendo inexorablemente cuando los ruidos estomacales se organizaron en continuas marchas triunfales. Ante la incompetencia admitida de los centros de servicios hubo que recurrir a todo tipo de ingenios individuales para resolver los problemas que se presentaban a diario; las ciudades y pueblos parecían hormigas asustadas. El discurso oficial, alentaba el sacrificio y la resistencia, pero los caminos parecían, cuanto menos, difusos. La Opción cero se esgrimía, a pesar de su voluntarismo optimista, con una aureola apocalíptica.

Los historiadores podrán fechar los distintos estadios del Periodo, podrán establecer comparaciones con los sucesos de la Europa oriental, podrán servirse de las estadísticas para demostrar la debacle del producto interno bruto, de la productividad…de la economía toda… Para la mayoría, sin embargo, los momentos claves estarán determinados por el valor de cambio del dólar (hasta 150 pesos cubanos), el precio del arroz y el de nuestra querida, aromática y perniciosa carne de puerco.

Así que la fecha no la recuerdo, pero el Periodo…como un menstruo enorme y desgarrador, no sale de mi memoria, por el contrario, lo recuento, porque estas cicatrices son de sobreviviente, de héroe, y los héroes, por muy modestos que seamos, merecemos una atención…






* Los sobrevivientes, ICAIC, 1978.

viernes, 2 de agosto de 2013

Presentación

Sin que me dicte la vanidad, que en mi caso de modesto escritor sería seguramente injustificada, me siento tentado a compartir criterios con mis potenciales lectores, estimulado por la posibilidad de un auditorio mayor al que estoy acostumbrado, y por tanto un escenario donde las opciones de diálogo se multiplicarían.
Consciente de que además de un privilegio significa una responsabilidad, asumo el riesgo con el compromiso de participar con sinceridad en el debate de los tantos temas que preocupan al cubano de hoy y a los que motivan, claro está, a este humilde mortal que les escribe. Y lo haré desde una ventana que nadie me impuso, sino que he colocado en la posición más justa: en medio de la vida. Desde ella quiero mirar al pasado, al presente y al futuro, pero convencido de que soy uno de tantos y que solo se ve con el corazón, con sus cicatrices y destellos.
Todos los días me convenzo de que la época que nos ha tocado vivir será decisiva para la Historia de Cuba y que dejar testimonio de ella, más que un asunto emotivo y personal, puede significar una manera de apostar por su destino.
A tanto me atrevo porque a ese destino seguimos atados.
Con amor de hijo escribo, no se cuan útil, pero fiel hasta la última línea.