martes, 22 de octubre de 2013

Los pelos de punta






Los pelos de punta



Mi padre decía que yo era de pelo “chino” y que lo único que me acomodaba bien era la “malanguita”, una especie de cayo de pelo sobre la frente. Creo que odié al viejo por esa razón hasta los ocho años. Ya en esa época, mi segundo nombre y mi desastroso pelado habían causado tantas broncas que decidió ser más condescendiente. Me llevó  a una barbera que ejercí a muy cerca de mi casa, lo cual le evitaba trasladarse al otro extremo del pueblo, donde estaba la barbería. No lo odié menos, era posiblemente el único de mi clase que se pelaba con una mujer y mi segundo nombre seguía figurando, sonoro, en todas las listas. Me sentía disminuido ante las muchachitas y obligado a probar mi condición masculina más continuamente que los demás. Ya estaba harto, cuando, por algún azar maravilloso, debió llevarme con su propio barbero. Y tan bien me porté y tantos halagos gané de los fígaros, que me sumaron a su clientela. Comenzó entonces una nueva etapa.


Durante mucho tiempo  visité esa barbería municipal. Hasta que en el pre comenzaron las melenas a ponerse de moda y descubrí que mi barbero pelaba a la antigua. Desde ese momento puse mi cabello en manos de un amigo que, sin haber jamás estudiado algo parecido, poco tenía que envidiarles a los barberos de oficio y sabía disimular, como nadie, el largo del pelo, con un corte magistral que engañaba a los estrictos profesores. 


Mucho  tiempo después, cuando ya las melenas dejaron de interesarme y también las barberías, un amigo mejicano me trajo como regalo de boda una maquinita de pelar. A partir de esa fecha, en nuestra propia casa, se encargó mi esposa de mi cabello, y yo, encantado. Todo duró hasta que sus compañeras de trabajo comenzaron a dudar de lo cordial de nuestra relación, cuando miraban a mi cabeza.  Para ser sincero, no me habia percatado de lo mal que andaba ese asunto,  apenas había tenido que encubrir alguna “cucaracha”. Me dolió, sinceramente, cuando mi esposa renunció. Muy a su pesar, reconocía que aquel oficio no era el suyo.


Y es verdad que no me gustaron nunca las barberías pero debo reconocer que pelados ofrecemos una imagen mejor. Y cuando el verano amenaza con no acabar nunca, al menos con el cabello arreglado, parece uno más limpio y mejor dispuesto. Y tampoco es tan terrible como el dentista, por ejemplo.

También pasa que no puedes encontrar un barbero a tu gusto cuando tienes cincuenta y a tu alrededor hay tantos jóvenes con las cabezas llenas de dibujos  o trencitas.


Por otra parte,  tendemos, con la edad, a ser más conservadores y equilibrados y en las barberías, si a una conclusión he arribado, es que la mesura y la discreción faltan más que las buenas colonias. De pronto, usted se ve obligado, so pena de ser considerado un antisocial, de opinar de cualquier cosa a la que preferiría no aludir públicamente. Quizás no hay espacio tan propicio para el espionaje, lo saben todos,  como una barbería o peluquería. La gente, mientras espera su turno y estimulado por el barbero o peluquero, lo mismo cuenta las desavenencias con su esposa que con el gobierno. La crónica roja, que falta en los periódicos, allí puede encontrarla, igual las permutas o los nuevos precios.


Uno quisiera que se lo tragara la tierra cuando el barbero, acaso pidiéndote un permiso que nunca tuvo respuesta, te quita la revista que has usado como muro salvador y te pregunta: “¿tú crees que comer carne de vaca debe ser un acto ilegal?” Y luego, sin poder evitarlo, comprendes que todas las miradas están puestas en ti y lo único que se te ocurre, porque un discurso sincero sobre el tema para un auditorio tan diverso puede ser un verdadero conflicto, es encogerte de hombros, sonreír y quizás soltar un  “imagínate, tú” que también pudiera parecer comprometedor... digo yo…


Sin embargo, alguna que otra comparescencia pública, incluido algún viajecito al extranjero donde la imagen pesa más…me han obligado a tomar cartas en el asunto. Durante varios años ensayé con uno y otro barbero. Alguno, que parecía ser el escogido, me defraudaba en el segundo intento, otros, por su sola apariencia, los descartaba. Y cuando estaba a punto de raparme para evitarme más problemas, mi esposa me propuse  llevarme con su propia peluquera.


Voy a confesar que,  a pesar de que presumo de muy moderno, me sentí un tantico raro. Uno arrastra esos prejuicios aunque se titule de Humanidades, escriba poesía y lea biografía de grandes hombres… (con peinados demasiado perfectos para no ser sospechosos…)


 Pero acepté ir a la peluquería. Debo contarles que aunque pedí una cita con antelación, coincidí con dos hermosas damas, que aún no habían terminado lo suyo. Ellas también, casi estoy seguro de ello, se sintieron raritas. Busqué algo para leer, esa vocación que me acompaña y me socorre tanto, y qué encontré: revistas de moda, de peinados, de decoración…pensé que luego de pintar la casa vendría bien algún adorno, así que me incliné por una de estas últimas…Pero sólo las mujeres  saben cuánto puede tardar un tinte…creo que repasé todas las revistas antes de que llegara mi turno, me parecieron horas cuando en realidad fueron minutos.


La peluquera debió ver en mí una especie de pausa en su duro bregar. Y no solo porque mi cabello, a los cincuenta, ya escasea, sino porque mi repertorio de cortes es muy limitado. La dejé hacer y en menos de lo que se lee una entrevista a una modelo famosa, ya había terminado y me miraba feliz al espejo. El pelado era un éxito, incluso una de las damas, que permanecía allí, me felicitó por el cambio. Pagué sin esfuerzo y le agradecí. Sin embargo, por alguna razón, no estaba feliz.


Solo al salir a la calle, comprendí la causa. Desde la acera de enfrente un mulato con gorra de los yanquis, de Nueva York, le gritó a otro que pasaba muy cerca de mí: “Asere, firmó Pito Abreu con los Medias Blancas por tremendo baro...” una noticia difícil de conseguir en una peluquería.