jueves, 26 de diciembre de 2013

Recuento de fin de año



Recuento de fin de año
Fue  campesina mi primera infancia. Faltaba Santa Claus, pero nunca los buñuelos. Cuando no estuvo la abuela Paula, que tenía las mejores manos para aquellas torcidas y legendarias figuras de yuca, mi madre, ya en el pueblo,  se hizo cargo. Aunque no heredó todos sus méritos culinarios, no permitió que se interrumpiera nuestra infancia privándonos de robar de la cocina los deliciosos dulces almibarados. 
Y luego, los turrones, las cidras, las empanadas, el vino dulce, las manzanas…mi abuelo que llegaba sobre su caballo, con las alforjas cargadas y su risa rotunda de hombre sembrado a la tierra;  la familia entera a la mesa, servida con cerdo o con guanajo… el pasado. Por ausencias, pérdidas, imposiciones, hemos cedido, más tarde, a otras ceremonias, pero no olvidamos.
No sabíamos entonces de la guerra, de la contrarrevolución, de los sabotajes, aunque los hombres casi nunca estaban en casa y las mujeres rezaban o lloraban en silencio. Éramos niños. Nos enseñaron que el futuro eran las flores de los limoneros y los naranjos, una polluela echada muy cerca del maizal, un panal de abejas; ni siquiera juguetes nuevos porque duraban todavía aquellos de madera. Todo tan simple, tan inocente, que da tristeza comprobar que hemos crecido.
Han muerto ya los abuelos y mi padre; mamá confunde los nombres y los tiempos, tengo unas libras de más y unas arrugas nuevas, mis hijos varones me llaman cordialmente “viejo”. Comienzo a sospechar que la media rueda va inclinándome cuesta abajo, pero me resisto. Releo libros, comparo discursos, estoy atento, escribo, participo; para mi ocio, vigilo, con algunos cofrades, las series y películas que valen entre tanta mediocridad, discuto…
He concluido que el mundo va más de prisa pero no necesariamente mejor. Que las tecnologías, en su efervescencia, a veces fomentan la desmemoria y el descuido de la Historia. Que se cometen errores conocidos y se recurre a fórmulas gastadas en otras latitudes. Que se calla lo que verdaderamente necesita ser analizado y debatido, como si a todos no correspondiera decidir el destino de la Humanidad.
Cada fin de año somos un poco más viejos y también el planeta, aunque, casi siempre, solo sacamos las cuentas domésticas. Entretanto, como las fugas radiactivas, el olor de la guerra se expande peligrosamente, con todas sus secuelas. Pero se gasta más en armas que en medicinas y cuadernos, por lo que solo el dolor y la ignorancia siguen creciendo.
En Cuba, pese a los noticiarios, la prosperidad no llega. El consuelo de que a otros les va peor, ya nos agota. Nos resistimos a pensar que la generación que sobrevivió a la crisis de los misiles y a la Opción Cero, todavía no pueda ver la mesa lo suficientemente dispuesta al finalizar el año, como para creer que el esfuerzo ha valido la pena. 
No se trata de lujos,  se trata de celebrar con beneficios tangibles (techo adentro, en correspondencia con Marx),  el éxito, no de haber sobrevivido, sino el de haber crecido, de verdad. Porque no se degustan los números como los buñuelos y porque el año siguiente queremos festejarlo aquí.

viernes, 8 de noviembre de 2013

El cine: la otra dimensión






El cine: la otra dimensión

En el anfiteatro al aire libre de Jovellanos vi mi primera película, no la recuerdo porque apenas tendría siete años. A mi padre le encantaba el cine y aprovechaba esta opción gratuita, que nunca había tenido antes del 59. Con relativa frecuencia, exhibían en ese gran espacio popular cintas de muy diversa nacionalidad y género. Entre los títulos más repetidos: Palomo Linares, El gallo de oro y La vida sigue igual. También una larga lista de filmes japoneses de samurais, entre los que sobresalían los protagonizados por el ciego Ichi, que llegaron a saturar a mi padre y que a mí, sin embargo, me atraían muchísimo.

En mi propio pueblo natal, en el cine Jovellanos, cultivé mi afición por el séptimo arte. Primero de manos de mi padre, luego, por mi propia voluntad. A falta de televisor, mis padres promovieron ese hábito semanal que  constituía, junto a la lectura, una forma barata y  segura de mantenerme entretenido. Cada domingo, no obstante, vigilaba a los vecinos privilegiados para ver si decidían poner a Chaplin o al Gordo y el Flaco, en la Comedia silente.

Creo recordar que fue Miércoles de ceniza la primera película prohibida para menores, a la que accedí, antes de cumplir los diesiciséis, y Elizabeth Taylor, mi primera fascinación. Bastante alto para mi edad, podía pasar por mayor, por lo que repetí la experiencia con muchos otros filmes, privilegio del que no pudieron disfrutar algunos de mis amigos. 

En algún momento, comprendí que mi interés por la lectura y el cine me distinguían del resto de mis compañeros y que dedicar tanto tiempo a esas aficiones me restaba posibilidades en el beisbol, pero me arriesgué. Luego, mi padre me regaló un guante de pelota y semejante posesión me garantizaba, al menos, jugar en los partidos del barrio. La experiencia deportiva logró incluso entusiasmarme, a pesar de que mi desempeño solo favorecía a los equipos contrarios.

Ir al cine todas las  semanas fue un hábito que me acompañó el resto de mi juventud. En el teatro de  la Universidad Martha Abreu, en Santa Clara, no me perdía ninguna cinta, a pesar de que los títulos se repetían. No sé cuántas veces vi La cámara 36 de Shaolín o Un instante, una vida, de Sydney Pollack. Los amigos de mi grupo de Filología nos íbamos frecuentemente a las funciones especiales, en los cines de la ciudad, que comenzaban pasadas las 10 de la noche, y  que nos obligaban a regresar casi  al amanecer.
Cuando comencé a trabajar en Matanzas, no me perdía una película de estreno y de ello pueda dar fe mi fraterno Alfredo Zaldívar, que me acompañó muchas veces al cine. Una vez, sin embargo, le pareció que exageraba. Era un día muy lluvioso de invierno, y ponían Frances, con Jessica Lange, en un cine de las afueras, donde sabíamos que seríamos víctimas de enormes goteras. Sólo la fiel amiga Teresita Burgos, fina escritora matancera, me secundó en aquella aventura, de la que volvimos felices y mojados. 

En Puerto Padre sufrí durante años la pésima señal del canal seis de la televisión, que me impedía ver muchas películas  y la obsolescencia de un Krim soviético que se resistía, con toda lógica, a la manipulación. Hasta que no arreglaron el asunto de la señal y no me compré un televisor nuevo, mi vida estuvo mutilada. Entretanto, me hice asiduo del videoclub y hasta gané un festival Cinemazul, de apreciación cinematográfica,  con un jurado que presidió el inolvidable Rufo Caballero. En las películas y en los libros encontré refugio, cuando los apagones lo permitían, durante los más amargos y desesperanzados tiempos del Periodo Especial.

Ya en La Habana pude concretar un sueño que había tenido toda la vida: disfrutar del Festival de Cine Latinoamericano, algo que mi esposa, por capitalina, había logrado siempre.

Con los años, las responsabilidades, los deberes hogareños, la escritura, me han retenido más en casa. La meta ha sido desde entonces traernos el cine al hogar, propósito que mi esposa y yo hemos asumido con celo y pasión de coleccionistas. 

Hemos acopiado películas de todos los géneros y nacionalidades, que nos parecen imprescincibles para sentirnos plenos. En el listado, que se enriquece sistemáticamente con contribuciones de amigos de todas partes, no solo hay obras de consagrados como Fassbinder, Szabó, Hitchcock, Kurosawa, Gutiérrez Alea y Fernando Pérez, por citar algunos. A veces se establecen relaciones afectivas con filmes, que no pueden explicarse con razones artísticas. Por mucho tiempo busqué Brubaker, aquella cinta de tema presidiario que protagonizara Robert Redford, sencillamente porque me había impresionado en mi primera juventud. Mi esposa ha visto infinidad de veces Onegin, no solo porque le encanta Ralph Fiennes, sino porque una anécdota sentimental nos une con esa hermosa cinta.

Así que la irrupción del 3D no podía pasar inadvertida para nosotros. La curiosidad aumentaba. Cuando mi esposa supo que viajaría a Madrid, hace poco menos de un año, se prometió que, por encima de cualquier otro gusto, conseguiría visitar un cine de aquellos. La comprendí: yo hubiera deseado lo mismo. Me lo describió, desde la capital española,  como un gran descubrimiento y solo se lamentaba de que nuestra hija no pudiera disfrutarlo en mucho tiempo. 

Sin embargo, poco tiempo después, sin que mediara un avión, en una sala cercana a mi casa, mi hija y yo pudimos asistir a una proyección en 3D. Con comodidades extraordinarias, con un precio alcanzable si se asume como paliativo personal a las tantas carencias y limitaciones cotidianas (que no cesarán ni se multiplicarán con ese desembolso ocasional), con un servicio delicado y casi exclusivo, vi allí una película con mi familia. Mi hija se divirtió como nadie y nosotros, con ella.

A partir de ese momento, la salida al cine 3D fue la opción preferida de mi niña. Puesta de acuerdo con sus compañeros de aula, constituyó la reunión social por excelencia de sus diez años curiosos. Sin necesidad de transporte, sin riesgos de accidentes, al alcance de nuestro control, disfrutaba con sus amigos de un espectáculo entretenido y sano, acaso con similares limitaciones estéticas a las de otros filmes de la televisión, el cine tradicional y la oferta de los vendedores de dvds.

Asistí luego a otras funciones y a otras salas en La Habana. Confieso que, casi siempre, a favor de la pequeña, porque en la cartelera no encuentro comúnmente títulos que pudieran interesarme. No han dejado de impresionarme, sin embargo, los efectos especiales, que confieren un atractivo singular a cada una de las exhibiciones.  Creo que todavía la diversidad de sus propuestas no ha alcanzado a seducirme y sigo prefiriendo las de mi colección, pero comprendo que su llegada al país ha sido reciente y que es algo que pudiera mejorar…

Un amigo, prestigioso intelectual de este país, me había convidado por estos días, a ver la última versión de Superman, en 3D. A ninguno de los dos nos interesa mucho el género ni nos seduce este socorrido superhéroe, que muy distante está de nuestros arquetipos. No obstante, era una oportunidad de reunir a las familias y, de paso, compartir impresiones sobre el desempeño del actor protagónico, en un rol de larga ejecturoria en el cine y con la novedad de la tercera dimensión. 

La noticia del cierre de las salas de 3D, ha sido un cubo de agua fría. En un país donde las opciones de emplear el tiempo libre para el ciudadano común resultan escasas y generalmente caras, una medida como esta tiene garantizada la impopularidad. La parquedad de la alusión publicada, sin una fundamentación coherente, ha propiciado todo tipo de rumores, que se acercan al apocalipsis, para los emprendedores cuentapropistas. Las declaraciones invocadas de las autoridades culturales suscitan, aparentemente, más desacuerdos que prosélitos. Con algún optimismo panglossiano, la gente aspira a una rectificación que restituya, controles mediante, una opción para el ocio que ganaba interés en la comunidad.

Yo, me he puesto a desempolvar mis películas. Mi hija, en cambio, me ha preguntado esta mañana con mucha convicción, cuánto costaría un televisor de 3D. Y, enseguida, enseguida, recordé que no había tomado mi Enalapril.

martes, 22 de octubre de 2013

Los pelos de punta






Los pelos de punta



Mi padre decía que yo era de pelo “chino” y que lo único que me acomodaba bien era la “malanguita”, una especie de cayo de pelo sobre la frente. Creo que odié al viejo por esa razón hasta los ocho años. Ya en esa época, mi segundo nombre y mi desastroso pelado habían causado tantas broncas que decidió ser más condescendiente. Me llevó  a una barbera que ejercí a muy cerca de mi casa, lo cual le evitaba trasladarse al otro extremo del pueblo, donde estaba la barbería. No lo odié menos, era posiblemente el único de mi clase que se pelaba con una mujer y mi segundo nombre seguía figurando, sonoro, en todas las listas. Me sentía disminuido ante las muchachitas y obligado a probar mi condición masculina más continuamente que los demás. Ya estaba harto, cuando, por algún azar maravilloso, debió llevarme con su propio barbero. Y tan bien me porté y tantos halagos gané de los fígaros, que me sumaron a su clientela. Comenzó entonces una nueva etapa.


Durante mucho tiempo  visité esa barbería municipal. Hasta que en el pre comenzaron las melenas a ponerse de moda y descubrí que mi barbero pelaba a la antigua. Desde ese momento puse mi cabello en manos de un amigo que, sin haber jamás estudiado algo parecido, poco tenía que envidiarles a los barberos de oficio y sabía disimular, como nadie, el largo del pelo, con un corte magistral que engañaba a los estrictos profesores. 


Mucho  tiempo después, cuando ya las melenas dejaron de interesarme y también las barberías, un amigo mejicano me trajo como regalo de boda una maquinita de pelar. A partir de esa fecha, en nuestra propia casa, se encargó mi esposa de mi cabello, y yo, encantado. Todo duró hasta que sus compañeras de trabajo comenzaron a dudar de lo cordial de nuestra relación, cuando miraban a mi cabeza.  Para ser sincero, no me habia percatado de lo mal que andaba ese asunto,  apenas había tenido que encubrir alguna “cucaracha”. Me dolió, sinceramente, cuando mi esposa renunció. Muy a su pesar, reconocía que aquel oficio no era el suyo.


Y es verdad que no me gustaron nunca las barberías pero debo reconocer que pelados ofrecemos una imagen mejor. Y cuando el verano amenaza con no acabar nunca, al menos con el cabello arreglado, parece uno más limpio y mejor dispuesto. Y tampoco es tan terrible como el dentista, por ejemplo.

También pasa que no puedes encontrar un barbero a tu gusto cuando tienes cincuenta y a tu alrededor hay tantos jóvenes con las cabezas llenas de dibujos  o trencitas.


Por otra parte,  tendemos, con la edad, a ser más conservadores y equilibrados y en las barberías, si a una conclusión he arribado, es que la mesura y la discreción faltan más que las buenas colonias. De pronto, usted se ve obligado, so pena de ser considerado un antisocial, de opinar de cualquier cosa a la que preferiría no aludir públicamente. Quizás no hay espacio tan propicio para el espionaje, lo saben todos,  como una barbería o peluquería. La gente, mientras espera su turno y estimulado por el barbero o peluquero, lo mismo cuenta las desavenencias con su esposa que con el gobierno. La crónica roja, que falta en los periódicos, allí puede encontrarla, igual las permutas o los nuevos precios.


Uno quisiera que se lo tragara la tierra cuando el barbero, acaso pidiéndote un permiso que nunca tuvo respuesta, te quita la revista que has usado como muro salvador y te pregunta: “¿tú crees que comer carne de vaca debe ser un acto ilegal?” Y luego, sin poder evitarlo, comprendes que todas las miradas están puestas en ti y lo único que se te ocurre, porque un discurso sincero sobre el tema para un auditorio tan diverso puede ser un verdadero conflicto, es encogerte de hombros, sonreír y quizás soltar un  “imagínate, tú” que también pudiera parecer comprometedor... digo yo…


Sin embargo, alguna que otra comparescencia pública, incluido algún viajecito al extranjero donde la imagen pesa más…me han obligado a tomar cartas en el asunto. Durante varios años ensayé con uno y otro barbero. Alguno, que parecía ser el escogido, me defraudaba en el segundo intento, otros, por su sola apariencia, los descartaba. Y cuando estaba a punto de raparme para evitarme más problemas, mi esposa me propuse  llevarme con su propia peluquera.


Voy a confesar que,  a pesar de que presumo de muy moderno, me sentí un tantico raro. Uno arrastra esos prejuicios aunque se titule de Humanidades, escriba poesía y lea biografía de grandes hombres… (con peinados demasiado perfectos para no ser sospechosos…)


 Pero acepté ir a la peluquería. Debo contarles que aunque pedí una cita con antelación, coincidí con dos hermosas damas, que aún no habían terminado lo suyo. Ellas también, casi estoy seguro de ello, se sintieron raritas. Busqué algo para leer, esa vocación que me acompaña y me socorre tanto, y qué encontré: revistas de moda, de peinados, de decoración…pensé que luego de pintar la casa vendría bien algún adorno, así que me incliné por una de estas últimas…Pero sólo las mujeres  saben cuánto puede tardar un tinte…creo que repasé todas las revistas antes de que llegara mi turno, me parecieron horas cuando en realidad fueron minutos.


La peluquera debió ver en mí una especie de pausa en su duro bregar. Y no solo porque mi cabello, a los cincuenta, ya escasea, sino porque mi repertorio de cortes es muy limitado. La dejé hacer y en menos de lo que se lee una entrevista a una modelo famosa, ya había terminado y me miraba feliz al espejo. El pelado era un éxito, incluso una de las damas, que permanecía allí, me felicitó por el cambio. Pagué sin esfuerzo y le agradecí. Sin embargo, por alguna razón, no estaba feliz.


Solo al salir a la calle, comprendí la causa. Desde la acera de enfrente un mulato con gorra de los yanquis, de Nueva York, le gritó a otro que pasaba muy cerca de mí: “Asere, firmó Pito Abreu con los Medias Blancas por tremendo baro...” una noticia difícil de conseguir en una peluquería.

martes, 17 de septiembre de 2013

Un buchito de café




Un buchito de café

A Esteban Llorach debo esta crónica. La Biblioteca Nacional invitó al prestigioso editor una de estas tardes y alrededor de su libro Ya está el café (Gente Nueva, 2011) el público disfrutó de su sabiduría y de su contagiosa conversación. Y  fueron tantas las anécdotas, que yo no pude menos que evocar, mientras saboreaba una taza rebosante, mi relación con el  que Martí llamó, con toda justicia, “la forma mejor del oro”.
Hasta los cinco años viví en el campo, en un lugar que llamaban Naranjal (entre Colón y Perico), un pequeñisimo poblado que hoy no sé si existe. Volví una vez, siendo un adolescente, y al ver las ruinas de mi antigua casa cubiertas por una hierba gigantesca,  sentí tal dolorque nunca más quise intentarlo de nuevo. Pero allí viví una etapa maravillosa de mi vida, bajo el ala protectora de mis abuelos, la dulzura inextinguible de mi madre y los brazos poderosos de mi padre, que me alzaban al cielo con orgullo.

Cada amanecer,  el café y el canto de los gallos se mezclaban. Hasta donde mi memoria me permite no eran tazas sino pequeños vasos de peltre blanco los que recibían la humeante infusión y no eran cafeteras sino coladores rústicos los que usaba mi abuela para despertar los bríos de los que se iban al surco. También yo tuve mi jarro de peltre y muy pronto tomé café, casi siempre claro o con leche fresca.Para las visitas, que no eran muchas, había una vajilla completa con bordes dorados, posiblemente española, que apenas recuerdo. Cuando me mudé al pueblo llevé mi jarrito de metal.
En mi casa de Jovellanos, mis padres y yo tuvimos cafetera pero nunca el café supo tan bien.  En sus visitas, que eran muy frecuentes, o cuando iba a verle al campo, mi abuelo me confió una receta que no sé si conoce mi amigo Llorach: galletas con café y azucar. Quizás no sea tan sofisticada como las que describe en su libro, pero ninguna me trae la sonrisa pícara de aquel viejo maravilloso que me enseñó a escudriñar la raíz de los árboles y de las actitudes, en cualquier circunstancia.

Extrané el café claro y dulzón de mi madre en cada beca y en cada ausencia. Cuando me fui a vivir al oriente de la Isla aprendí a beberlo en vaso alto, más claro y más pródigo y aun con el agua salobre de Puerto Padre no me faltó cada mañana.
Durante los años más críticos del “Periodo Especial” contaba los centavos para conseguir una “hechura”, la cantidad suficiente para una “coladita”, que en aquellos terribles e inciertos momentos, en que los estómagos clamaban por algo más sustancial… nos sabía a gloria. No obstante, más de una vez debimos renunciar a él y acudir a algún sucedáneo: un anisón, una menta, una cañasanta…pero sabíamos que era circunstancial, que más temprano que tarde se restablecería su aroma en nuestra casa. Quizás también en eso pecamos de optimistas.

Hasta hace muy pocos años no me interesé jamás por marcas ni procedencias, tomaba el café con naturalidad e indulgencia. Más claro o más fuerte, más dulce o más amargo, era solo el trago caliente y apurado que me impulsaba a saltar sobre la molicie cotidiana. Pero el olfato y el paladar no colaboran siempre. Uno trata de convencerles, pero se resisten.
Para colmo, en las dos últimas décadas visité España y República Dominicana, países donde la oferta de café de calidad es abundante y diversa.  A partir de entonces, los amigos y familiares me corrompen la nostalgia: envían, de vez en cuando, algún paquetico. El paladar y el olfato se rebelan…

Cuesta explicar, ciertamente,  cómo han menguado tanto nuestras producciones del grano y cómo un cultivo floreciente y representativo del país ha sido relegado de tal manera. No lo explican siquiera los ciclones que se ensañaron en los últimos años con importantes zonas productoras. No hay pretexto creíble. Lo que sí es una evidencia irrefutable es que falta también en nuestra mesa cuando pudiera paliar otras ausencias más justificadas.
Y luego, contada por el propio Presidente, la anécdota que puso el puntillazo: les enseñamos a los vietnamitas a cultivar café y ellos están hoy entre los principales exportadores del mundo. En cambio, nosotros  lo importamos. A alguien, sino a toda Cuba, debió avergonzar esa  certeza.

Y,  además, lo tomamos mezclado, que ya nos lo aclara el fraterno Llorach, no es el problema, porque no es una práctica exclusiva de Cuba, ni de este tiempo. Pero… por Dios… ¿!qué alquimia!?
Las noticias recientes del país reflejan algún entusiasmo gubernamental: las cosechas serán un poco mejores, los caficultores más estimulados. Pero no lo suficiente. Por lo pronto, no lo notaremos en casa.

En la ciudad, algunas cafeterías anuncian recetas casi olvidadas y sus aromas distinguidos el advenimiento de una nueva época. Hay razones  para creer, me dicta mi abuelo desde la memoria. Quiero ser optimista, alzar mi taza por esos nuevos tiempos; tomarme un buchito de café (puro saber cubano) para seguir adelante. Que la jornada, sin duda, será larga.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Flocumbé



“Flocumbé”
Aunque nací en la ciudad de Matanzas, lo cual consta, para mi orgullo, en mi documento de identidad, fue en el pueblo de Jovellanos donde pasé mi infancia y parte de mi primera juventud. Mi padre, que fue desde adolescente obrero agrícola, creyó encontrar allí mejores posibilidades económicas al triunfo de la Revolución y con la familia recién formada comenzó su nueva vida en este poblado matancero. Por su  escasa instrucción y a  falta del discurso pedagógico, debió fomentar en mí, de otra manera, el amor por el recién estrenado gentilicio y lo consiguió, o al menos lo intentó, traspasándome la devoción por sus ídolos locales. Primero, por la inigualable Celina González y, más adelante, por uno de los grandes peloteros que ha dado Cuba, Wilfredo Sánchez.

Con los años y por muy diversas razones, he mantenido una relación  cordial, pero no cercana, con mi pueblo natal. En ello seguramente ha pesado el hecho de que muy jovencito, por causa de los estudios y luego por asuntos familiares, abandoné el terruño y comenzó mi peregrinar por otras provincias del país hasta radicarme en la capital. Pero aun tengo allí muchos afectos y seguramente centrarán mi atención en otras oportunidades.

Jovellanos, desde que recuerdo (a los cinco o seis años me mudé, luego de que mi padre lograra instalarse definitivamente) me sorprendió por su mayoritaria población negra y mestiza y esa percepción era (o es) muy común todavía entre la gente. A tal punto, que más de una vez, les ha extrañado a conocidos de otras partes de Cuba mi piel “blanca”. No tengo, ni me interesa refrendar aquí con datos estadísticos, la composición racial de mi pueblo. Basta solo caminar por sus calles para corroborarlo. Cuando visitamos el pueblo, a mi mujer, habanera reyoya, le resulta curioso de algún modo, los muchísimos abrazos negros que recibo, que casi siempre sobrepasan mis menguadas carnes.  Y es que negros fueron la mayoría de mis compañeros de clase, de mis vecinos, de mi primer equipo de pelota en el barrio, de mis maestros…en fin…
Luego de algunas tentativas, mi padre ejerció el oficio de cocinero. Tenía un currículo escaso pero plausible: quedó huérfano muy temprano y debió agenciárselas solo para sobrevivir. En casa, cocinaba mejor que mi madre, y no debió ser muy malo porque ganó muchos amigos entre sus camaradas de faenas. Era muy natural que en las tardes o los fines de semana, nos visitaran. La mayoría, por supuesto, eran negros o mestizos. Crecí entre encuentros jaraneros y en convites (sin negativas) lo mismo para arreglos domésticos que para cumpleaños, en los que mi padre compartía gustoso con ellos su humilde ron.

En muchas ocasiones, al referirse a su barrio de procedencia, estos amigos lo nombraban “Flocumbé”. No tenía ni tengo muy claro aun,  los límites de ese barrio jovellanense. Creía saber que estaba un poco en las afueras, más allá del puente y de la carretera central y que mucha gente que llegaba al pueblo, hacía su casa allí. En la escuela, muchos niños, al preguntárseles, daban ese nombre como su dirección. Mi memoria, que sufre ya los traspiés del tiempo, no me ofrece todas las luces que necesito, pero creo recordar que no era un lugar “bien mirado”, al menos en los años de mi infancia. Quizás algunas personas en estos primeros tiempos de mi vida me hicieron pensar que era un barrio marginal. Nunca, por las razones que fueran, y hoy no puedo justificarlas, visité esa parte del pueblo.
Muchos de mis amigos tenían familiares en “Flocumbé”. Mi padre, en más de una ocasión, fue contratado para asar puercos o preparar chilindrones por aquellos lugares, donde se celebraban a menudo fiestas tradicionales de origen africano, en los que tambores y  cantos protagonizaban jornadas enteras. Claro que a esa parte del pueblo no se reducían las locaciones para esas festividades. Jovellanos constituía, según he podido comparar, un escenario para bembés y otras fiestas religiosas, como pocos lugares he visto en mi vida.  Así que me pareció siempre que el nombre del barrio se ajustaba perfectamente a aquel entorno lingüístico.

Mi padre regresaba siempre muy cansado y contento, con un poco de carne y unos tragos adicionales y muchas veces cantando unos raros estribillos ininteligibles. Aunque le acompañé a otros sitios en los que practicaba su oficio, no me llevó a “Flocumbé”.
Quizás todo eso contribuyera al misterio sobre esa zona de Jovellanos que no conocía, a pesar de ser un pueblo relativamente pequeño. Y cursando la asignatura de Folclor en la universidad, ante la inminencia de presentar una reseña investigativa sobre un vocablo de origen afrocubano, usado en los territorios de residencia, me pareció que era la oportunidad de oro para desentrañar los enigmas de una palabra y un barrio, casi desconocidos, de mi territorio. Por demás, muy confiado en que los resultados de mi rastreo  aportarían un dato original dentro de mi clase, me reservé la mayor parte de la información para lograr un mayor impacto...

Durante muchos años, entre tantas voces de origen africano,  había escuchado hablar de “Flocumbé” a todo tipo de personas,  de todas las edades, de todas las ascendencias, de los más diversos oficios y profesiones,  pero nunca de su significado. Así que imaginé que habría suficientes fuentes y documentación para mi ejercicio investigativo.
Ya me aprestaba a asaltar archivos y bibliotecas, cuando un viejo profesor de mi pueblo me salvó de la  mofa de todos mis condiscípulos y profesores. En los documentos fundacionales y más recientes de Jovellanos difícilmente encontraría el nombre de “Flocumbé”, salvo que los amanuenses más jóvenes hubieran caído en el mismo error  de tantos. En cambio, figuraría el de Flor Crombet, aquel aguerrido patriota cubano, caído en combate por la independencia de Cuba en 1895 y motivo de orgullo, seguramente, para cualquier habitante del barrio homónimo de mi Jovellanos natal. Nada, singularidades del habla popular, que un libro y una serie televisiva, anunciados por estos días, me han hecho recordar.