viernes, 8 de noviembre de 2013

El cine: la otra dimensión






El cine: la otra dimensión

En el anfiteatro al aire libre de Jovellanos vi mi primera película, no la recuerdo porque apenas tendría siete años. A mi padre le encantaba el cine y aprovechaba esta opción gratuita, que nunca había tenido antes del 59. Con relativa frecuencia, exhibían en ese gran espacio popular cintas de muy diversa nacionalidad y género. Entre los títulos más repetidos: Palomo Linares, El gallo de oro y La vida sigue igual. También una larga lista de filmes japoneses de samurais, entre los que sobresalían los protagonizados por el ciego Ichi, que llegaron a saturar a mi padre y que a mí, sin embargo, me atraían muchísimo.

En mi propio pueblo natal, en el cine Jovellanos, cultivé mi afición por el séptimo arte. Primero de manos de mi padre, luego, por mi propia voluntad. A falta de televisor, mis padres promovieron ese hábito semanal que  constituía, junto a la lectura, una forma barata y  segura de mantenerme entretenido. Cada domingo, no obstante, vigilaba a los vecinos privilegiados para ver si decidían poner a Chaplin o al Gordo y el Flaco, en la Comedia silente.

Creo recordar que fue Miércoles de ceniza la primera película prohibida para menores, a la que accedí, antes de cumplir los diesiciséis, y Elizabeth Taylor, mi primera fascinación. Bastante alto para mi edad, podía pasar por mayor, por lo que repetí la experiencia con muchos otros filmes, privilegio del que no pudieron disfrutar algunos de mis amigos. 

En algún momento, comprendí que mi interés por la lectura y el cine me distinguían del resto de mis compañeros y que dedicar tanto tiempo a esas aficiones me restaba posibilidades en el beisbol, pero me arriesgué. Luego, mi padre me regaló un guante de pelota y semejante posesión me garantizaba, al menos, jugar en los partidos del barrio. La experiencia deportiva logró incluso entusiasmarme, a pesar de que mi desempeño solo favorecía a los equipos contrarios.

Ir al cine todas las  semanas fue un hábito que me acompañó el resto de mi juventud. En el teatro de  la Universidad Martha Abreu, en Santa Clara, no me perdía ninguna cinta, a pesar de que los títulos se repetían. No sé cuántas veces vi La cámara 36 de Shaolín o Un instante, una vida, de Sydney Pollack. Los amigos de mi grupo de Filología nos íbamos frecuentemente a las funciones especiales, en los cines de la ciudad, que comenzaban pasadas las 10 de la noche, y  que nos obligaban a regresar casi  al amanecer.
Cuando comencé a trabajar en Matanzas, no me perdía una película de estreno y de ello pueda dar fe mi fraterno Alfredo Zaldívar, que me acompañó muchas veces al cine. Una vez, sin embargo, le pareció que exageraba. Era un día muy lluvioso de invierno, y ponían Frances, con Jessica Lange, en un cine de las afueras, donde sabíamos que seríamos víctimas de enormes goteras. Sólo la fiel amiga Teresita Burgos, fina escritora matancera, me secundó en aquella aventura, de la que volvimos felices y mojados. 

En Puerto Padre sufrí durante años la pésima señal del canal seis de la televisión, que me impedía ver muchas películas  y la obsolescencia de un Krim soviético que se resistía, con toda lógica, a la manipulación. Hasta que no arreglaron el asunto de la señal y no me compré un televisor nuevo, mi vida estuvo mutilada. Entretanto, me hice asiduo del videoclub y hasta gané un festival Cinemazul, de apreciación cinematográfica,  con un jurado que presidió el inolvidable Rufo Caballero. En las películas y en los libros encontré refugio, cuando los apagones lo permitían, durante los más amargos y desesperanzados tiempos del Periodo Especial.

Ya en La Habana pude concretar un sueño que había tenido toda la vida: disfrutar del Festival de Cine Latinoamericano, algo que mi esposa, por capitalina, había logrado siempre.

Con los años, las responsabilidades, los deberes hogareños, la escritura, me han retenido más en casa. La meta ha sido desde entonces traernos el cine al hogar, propósito que mi esposa y yo hemos asumido con celo y pasión de coleccionistas. 

Hemos acopiado películas de todos los géneros y nacionalidades, que nos parecen imprescincibles para sentirnos plenos. En el listado, que se enriquece sistemáticamente con contribuciones de amigos de todas partes, no solo hay obras de consagrados como Fassbinder, Szabó, Hitchcock, Kurosawa, Gutiérrez Alea y Fernando Pérez, por citar algunos. A veces se establecen relaciones afectivas con filmes, que no pueden explicarse con razones artísticas. Por mucho tiempo busqué Brubaker, aquella cinta de tema presidiario que protagonizara Robert Redford, sencillamente porque me había impresionado en mi primera juventud. Mi esposa ha visto infinidad de veces Onegin, no solo porque le encanta Ralph Fiennes, sino porque una anécdota sentimental nos une con esa hermosa cinta.

Así que la irrupción del 3D no podía pasar inadvertida para nosotros. La curiosidad aumentaba. Cuando mi esposa supo que viajaría a Madrid, hace poco menos de un año, se prometió que, por encima de cualquier otro gusto, conseguiría visitar un cine de aquellos. La comprendí: yo hubiera deseado lo mismo. Me lo describió, desde la capital española,  como un gran descubrimiento y solo se lamentaba de que nuestra hija no pudiera disfrutarlo en mucho tiempo. 

Sin embargo, poco tiempo después, sin que mediara un avión, en una sala cercana a mi casa, mi hija y yo pudimos asistir a una proyección en 3D. Con comodidades extraordinarias, con un precio alcanzable si se asume como paliativo personal a las tantas carencias y limitaciones cotidianas (que no cesarán ni se multiplicarán con ese desembolso ocasional), con un servicio delicado y casi exclusivo, vi allí una película con mi familia. Mi hija se divirtió como nadie y nosotros, con ella.

A partir de ese momento, la salida al cine 3D fue la opción preferida de mi niña. Puesta de acuerdo con sus compañeros de aula, constituyó la reunión social por excelencia de sus diez años curiosos. Sin necesidad de transporte, sin riesgos de accidentes, al alcance de nuestro control, disfrutaba con sus amigos de un espectáculo entretenido y sano, acaso con similares limitaciones estéticas a las de otros filmes de la televisión, el cine tradicional y la oferta de los vendedores de dvds.

Asistí luego a otras funciones y a otras salas en La Habana. Confieso que, casi siempre, a favor de la pequeña, porque en la cartelera no encuentro comúnmente títulos que pudieran interesarme. No han dejado de impresionarme, sin embargo, los efectos especiales, que confieren un atractivo singular a cada una de las exhibiciones.  Creo que todavía la diversidad de sus propuestas no ha alcanzado a seducirme y sigo prefiriendo las de mi colección, pero comprendo que su llegada al país ha sido reciente y que es algo que pudiera mejorar…

Un amigo, prestigioso intelectual de este país, me había convidado por estos días, a ver la última versión de Superman, en 3D. A ninguno de los dos nos interesa mucho el género ni nos seduce este socorrido superhéroe, que muy distante está de nuestros arquetipos. No obstante, era una oportunidad de reunir a las familias y, de paso, compartir impresiones sobre el desempeño del actor protagónico, en un rol de larga ejecturoria en el cine y con la novedad de la tercera dimensión. 

La noticia del cierre de las salas de 3D, ha sido un cubo de agua fría. En un país donde las opciones de emplear el tiempo libre para el ciudadano común resultan escasas y generalmente caras, una medida como esta tiene garantizada la impopularidad. La parquedad de la alusión publicada, sin una fundamentación coherente, ha propiciado todo tipo de rumores, que se acercan al apocalipsis, para los emprendedores cuentapropistas. Las declaraciones invocadas de las autoridades culturales suscitan, aparentemente, más desacuerdos que prosélitos. Con algún optimismo panglossiano, la gente aspira a una rectificación que restituya, controles mediante, una opción para el ocio que ganaba interés en la comunidad.

Yo, me he puesto a desempolvar mis películas. Mi hija, en cambio, me ha preguntado esta mañana con mucha convicción, cuánto costaría un televisor de 3D. Y, enseguida, enseguida, recordé que no había tomado mi Enalapril.