Panes y peces
Mi
educación religiosa se limitó a unas pocas oraciones, aprendidas tras numerosas
y aburridas repeticiones y a escondidas de mi tío, el oficial, que las odiaba.
Las reservaba fundamentalmente para exorcizar los demonios de la oscuridad. En
mi niñez nunca tuve miedo mayor que a las sombras de la noche y a los ruidos
del monte en las madrugadas. Para no pecar de cobarde, lo cual hubiera sido
lamentable tratándose del único nieto varón de mi abuelo, rezaba bajo las
sábanas hasta que el sueño me vencía. El campo que rodeó mi niñez, al que
evoqué con cariño cuando me mudé al pueblo, era una imagen diurna; el recuerdo
de la noche solo proveía a las pesadillas.
Pero
la parábola de los panes y los peces, que me enseñó mi abuela, la recordé
siempre. Y muy especialmente cuando el arte de multiplicar los alimentos,
muchos años después de mi infancia, se convirtió en la única manera de
sobrevivir al hambre.
En
esa época, gracias a la libreta de abastecimientos, contaba con cuatro panes
diarios, uno para cada integrante de mi núcleo familiar. Cuando arreció la
crisis, el pan garantizaba un alivio mínimo al apetito de mis hijos que, en
pleno crecimiento y amantes de los juegos y los deportes, precisaban, sin
postergación posible, reponer las energías perdidas.
En
la mañana dividíamos en dos cada pan y cada mitad, en su mejor momento, era untada
de una mantequilla casera que, en el desayuno siempre apurado, sabía a milagro. A la escuela, los muchachos
llevaban la mitad restante para apoyar el magro y poco condimentado almuerzo. A
la vuelta de clases, como leones, devoraban íntegros los dos panes restantes,
lo cual significaba un paliativo para los jugos gástricos hasta la hora de la
comida. Completaba la merienda un café clarísimo y dulzón.
De
más está decir que los padres no probábamos el pan. Yo, incluso, evitaba
mirarlo, mucho más olerlo. Me encantaba el pan y acostumbrado a comerlo hasta
los treinta años sin más medida que la que me exigían mis pantalones, su exclusión
involuntaria de mi dieta no tuvo solo consecuencias en mi peso, también en mi
estado anímico. Fui más delgado y más agrio.
Como
el dinero era tan escaso debido a las altas erogaciones para adquirir cualquier
producto, la posibilidad de adquirir pan en el mercado negro era muy limitada y
además la oferta era mínima.
Durante
algún tiempo pudimos sortear un tanto el problema, con cierta malicia…tan
inocente como ilegal, que se nos presentó por casualidad. Antes del Periodo
Especial, mi suegro, en muchas ocasiones, nos hacía el favor de comprarnos el
pan. La práctica llegó a ser tan habitual, que en aquellos tiempos de cierta
holgura, a veces ni le exigían presentar nuestra libreta de racionamiento, con
la certeza de que en la próxima adquisición apuntarían las adquisiciones
omitidas. Una persona mayor, que vivía en el barrio desde hacía 50 años, podía
tener un privilegio como ése.
Una
mañana, ya en medio de la peor escasez, llegó a nuestra casa el padre de mi
mujer con nuestros panes. Pero una sorpresa le aguardaba: Como debía irme más temprano
que de costumbre a una reunión de trabajo, yo había comprado nuestras raciones
al amanecer. Fieles a una costumbre nacida en mejores tiempos le dieron nuestra
cuota sin pedirle la libreta y el resultado era una doble ración en nuestra
mesa. Francamente, la vergüenza no llegó muy lejos. En realidad no había sido
premeditado; era a todas luces un acto inocente. No obstante, tuvimos un ligero
sentimiento de culpa.
Y
como los tiempos eran de urgencia, decidimos dos cosas: primero, que no lo
contaríamos a nadie y segundo, que ese día desayunaríamos todos.
La
experiencia fue saludable. Lo comí despacio, despacio, como si fuera el mejor caviar.
Ni siquiera me importó llegar tarde a la reunión. Incluso, tuve deseos de
confesar que me había demorado justamente por eso…porque estaba comiendo pan.
Pero reprimí el deseo, por prudencia.
Lo
que pasa es que ciertas actitudes que tienen sólo resultados favorables tienden
a la repetición. Y unos días más tarde, al llegar del trabajo, nos encontramos
sobre la mesa cuatro panes y un papelito con letra nerviosa: “hoy también se
equivocaron en la panadería”.
Luego
nos pusimos a conversar mi suegro y yo. Y nos percatamos de que el turno que
despachaba pan hasta las siete de la mañana no era el mismo que estaba más tarde.
Y que si él iba bien temprano, yo podría ir después…Y funcionó.
Al
menos durante algunas semanas lo hicimos con relativa frecuencia y yo creo que
cambió mi humor. Si la culpa pretendía colarse en mi cabeza me defendía
oponiéndole una verdad abrumadora: ¿no se llevaban panes todos los días los
panaderos? ; ¿tenían ellos más derecho que yo?
Sin
embargo, un día todo terminó abruptamente. Muy temprano en la mañana, cuando
apenas nos habíamos levantado, mi suegro arribó con una mala noticia: Un barco con
harina, del que nadie sabía la procedencia, encargado de reponer las reservas
del pueblo, se había retrasado por una causa también desconocida. Las
panaderías sólo prometían unas galletas para los próximos días si llegaba un
surtido prometido desde otra parte. En resumen: No había pan y ni siquiera
sabían cuándo tendríamos de nuevo.
Mis
hijos eran lo suficientemente grandes para tener apetitos proporcionales, pero
demasiado pequeños para entender lo que es una crisis y mucho menos para
entender que ni siquiera una mitad de pan podían llevarse a la escuela.
Y
aunque la afirmación de que el cubano se ríe de sus problemas está tan
enraizada, confieso que mi humor empeoró mucho por esos días. Y el proverbio
que tanto repetía mi abuelo para situaciones muy disímiles tuvo entonces uso
cotidiano: el casabe sustituyó al pan. Y mientras hubo yuca la gente sonrió.
Luego, tuvimos galletas hasta que al parecer el barco llegó a puerto cercano
con la harina soñada y todo volvió a ser como era: un pan por persona.
Pero
no sólo de pan o casabe vive el hombre…entonces los peces.
Vivíamos
en un poblado costero que había tenido su discreto esplendor: Aquellos tiempos
de los pargos maravillosos sobre la tarima, esperando que el más modesto de los
pobladores hiciera el honor de adquirirles. Los precios en que había comprado
aquellos magníficos ejemplares me causaban depresión. Ahora las pescaderías no
solo eran sitios solitarios, a los que volvían borrachos o moscas
desorientados, sino que ofrecían la certeza de una época terminada. Daban tanta
pena como nosotros.
Tenía
una amiga que tenía un primo pescador. Debía entregar al estado el mayor por ciento
de la captura pero le dejaban para su uso personal algunas libras y aquellas
especies que no interesaban a la empresa procesadora. Roncos grises y dorados,
loros, mojarras, montones de pescados pequeños pero nutritivos, constituyeron
una opción privilegiada en aquellos días de penuria.
Había
que ser discreto. El primo no lo hacía por dinero, cobraba muy barato realmente
para los precios de entonces. Pero lo que él sabía y su prima también, era que si
podía constituir una ayuda para nuestras desoladas mesas, no merecía
convertirse en alimento para cerdos o en carnada; quería distribuirlo entre
gente amiga, decente y necesitada, como nosotros.
Me
avisaban por teléfono con una economía de recursos lingüísticos que envidiarían
los mejores espías: “Ven”. Era suficiente. Nada de pagar en el lugar de
recogida; nunca una cantidad que pudiera parecer sospechosa de comercio; reglas
muy exigentes que de incumplirse, invalidarían cualquier trato futuro…Pero al
fin unos pescaditos diversos, multicolores, que en mi bicicleta apenas
constituían una bolsita liviana… la garantía, sin embargo, de una proteína
segura y fresca.
La
práctica más común era hervirlos y aprovechar su propia grasa en la elaboración.
Gracias a la sabiduría de los más ancianos se emprendieron recetas casi
olvidadas. De casi nada, porque aquellos pescaditos, una vez descamados o
descuerados, revelaban su mínima compostura, se hacía un plato con toda la dignidad de una
mesa decente.
No dudo
que en aquella hora solemne no pareciera a todos exquisito regalo de Dios.
Y
luego, nada era despreciable, hasta los pobres gatos, condenados también a
extinguirse, maullaban golosamente a sabiendas de que algo de las sobras les
correspondería. La multiplicación nos volvía a la Biblia y a la vida.