Más urgente que el pan
En una de las
tantas colas a las que estamos habituados los cubanos, en una panadería de un
pequeño pueblo provinciano, un viejo
compañero de espera me contó, ante la pésima calidad del producto que recibía,
que antes del triunfo de la Revolución, el panadero dueño, cuando alguna
hornada no cumplía los requerimientos a los que él tenía acostumbrados a sus
clientes, se disculpaba personalmente con cada comprador, rebajaba unos
céntimos y prometía que la siguiente oferta estaría impecable. Y jamás
incumplía su promesa, me aseguraba el camarada de infortunio que, como yo, se
llevaba a casa aquella mala versión del
pan nuestro de cada día.
Pero no quiero referirme
a la calidad del pan que, con algunas ilustres excepciones, casi se ha convertido ya en una metáfora de la
producción estatal, sino a la disculpa.
En el aeropuerto
internacional José Martí, ante un retraso enorme de un vuelo de Cubana de
Aviación y la incomodidad creciente de los futuros pasajeros, entre los que se
encuentran mujeres, ancianos y niños; en nuestro bien prestigioso (sin ironía
alguna) Hospital Hermanos Ameijeiras, donde una extensa cola para recoger los
análisis se alarga hasta el infinito por un error (comprensible por humano) en
el registro de uno de los pacientes; en
un Banco Metropolitano,informatizado, bien aclimatado y recién pintado, donde una
falla en la conexión, propicia que se detenga el servicio, lo cual es más
crítico para las personas que esperan afuera bajo la inclemencia de nuestro
cálido sol veraniego; en nuestras calles, donde fructifican todo tipo de baches
e imperfecciones, consecuencias de trabajos mal realizados y peor controlados;
en los agromercados, donde se ofrecen a precios astronómicos productos de
ínfima calidad, en medio de una campaña por nuevos mecanismos que favorezcan
los resultados de la agricultura cubana y sobre todo, a la precaria mesa
doméstica; en unos y otros lugares…¿ dónde está la necesaria, imprescindible,
baratísima disculpa?
No es un producto
importado, no necesita de insumos especiales ni siquiera en un mínimo
porciento, no se ve limitada por eventos meteorológicos, no tiene que pasar por
Acopio ni algún intermediario burocrático, no es políticamente incorrecta, no
implica una consecuencia de raza o de género, no es contagiosa…y entonces…¿por
qué falta…?
¿Acaso alguna
directiva o memorando, algún inciso oscuro de la Constitución, pretende
proscribirla de nuestra vida cotidiana?
¿Cuánto cuesta,
cuánto tiempo invertimos, cuánto puede afectarnos ofrecerla cuando no tenemos
algo mejor que dar?
Y cuando un
ministro, un administrador, un asalariado tiene una responsabilidad que cumplir
ante aquellos que le han designado, ¿no es la disculpa lo menos que puede
esgrimir cuando ha incumplido sus deberes? ¿Y quién exige su presencia cuando
la ética no lo ha conseguido antes?
Sigo pensando que
al pan pudo faltarle la harina adecuada o la mejor grasa, pero a la disculpa le
falta un valor que escasea más y es más notable que la sal: el respeto al
prójimo. Y no puedo disculpar a los indolentes que asumen esa falta gravísima
como un mal incurable. Pero hay que dar ejemplo, que esa es otra lección pendiente.
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