“Flocumbé”
Aunque nací en la
ciudad de Matanzas, lo cual consta, para mi orgullo, en mi documento de
identidad, fue en el pueblo de Jovellanos donde pasé mi infancia y parte de
mi primera juventud. Mi padre, que fue desde adolescente obrero agrícola, creyó
encontrar allí mejores posibilidades económicas al triunfo de la Revolución y
con la familia recién formada comenzó su nueva vida en este poblado matancero. Por
su escasa instrucción y a falta del discurso pedagógico, debió fomentar
en mí, de otra manera, el amor por el recién estrenado gentilicio y lo
consiguió, o al menos lo intentó, traspasándome la devoción por sus ídolos
locales. Primero, por la inigualable Celina González y, más adelante, por
uno de los grandes peloteros que ha dado Cuba, Wilfredo Sánchez. Con los años y por muy diversas razones, he mantenido una relación cordial, pero no cercana, con mi pueblo natal. En ello seguramente ha pesado el hecho de que muy jovencito, por causa de los estudios y luego por asuntos familiares, abandoné el terruño y comenzó mi peregrinar por otras provincias del país hasta radicarme en la capital. Pero aun tengo allí muchos afectos y seguramente centrarán mi atención en otras oportunidades.
Jovellanos, desde
que recuerdo (a los cinco o seis años me mudé, luego de que mi padre
lograra instalarse definitivamente) me sorprendió por su mayoritaria población
negra y mestiza y esa percepción era (o es) muy común todavía entre la gente. A
tal punto, que más de una vez, les ha extrañado a conocidos de otras partes de
Cuba mi piel “blanca”. No tengo, ni me interesa refrendar aquí con datos
estadísticos, la composición racial de mi pueblo. Basta solo caminar por sus calles
para corroborarlo. Cuando visitamos el pueblo, a mi mujer, habanera reyoya, le
resulta curioso de algún modo, los muchísimos abrazos negros que recibo, que
casi siempre sobrepasan mis menguadas carnes.
Y es que negros fueron la mayoría de mis compañeros de clase, de mis
vecinos, de mi primer equipo de pelota en el barrio, de mis maestros…en fin…
Luego de algunas
tentativas, mi padre ejerció el oficio de cocinero. Tenía un currículo escaso
pero plausible: quedó huérfano muy temprano y debió agenciárselas solo
para sobrevivir. En casa, cocinaba mejor que mi madre, y no debió ser muy malo
porque ganó muchos amigos entre sus camaradas de faenas. Era muy natural que en las
tardes o los fines de semana, nos visitaran. La mayoría, por supuesto, eran
negros o mestizos. Crecí entre encuentros jaraneros y en convites (sin
negativas) lo mismo para arreglos domésticos que para cumpleaños, en los que mi
padre compartía gustoso con ellos su humilde ron.
En muchas
ocasiones, al referirse a su barrio de procedencia, estos amigos lo nombraban
“Flocumbé”. No tenía ni tengo muy claro aun, los
límites de ese barrio jovellanense. Creía saber que estaba un poco en las
afueras, más allá del puente y de la carretera central y que mucha gente que llegaba
al pueblo, hacía su casa allí. En la escuela, muchos niños, al preguntárseles,
daban ese nombre como su dirección. Mi memoria, que sufre ya los traspiés del
tiempo, no me ofrece todas las luces que necesito, pero creo recordar que no
era un lugar “bien mirado”, al menos en los años de mi infancia. Quizás algunas
personas en estos primeros tiempos de mi vida me hicieron pensar que era un
barrio marginal. Nunca, por las razones que fueran, y hoy no puedo
justificarlas, visité esa parte del pueblo.
Muchos de mis
amigos tenían familiares en “Flocumbé”. Mi padre, en más de una ocasión, fue
contratado para asar puercos o preparar chilindrones por aquellos lugares,
donde se celebraban a menudo fiestas tradicionales de origen africano, en los
que tambores y cantos protagonizaban jornadas
enteras. Claro que a esa parte del pueblo no se reducían las locaciones para
esas festividades. Jovellanos constituía, según he podido comparar, un
escenario para bembés y otras fiestas religiosas, como pocos lugares he visto
en mi vida. Así que me pareció siempre
que el nombre del barrio se ajustaba perfectamente a aquel entorno lingüístico.
Mi padre regresaba
siempre muy cansado y contento, con un poco de carne y unos tragos adicionales
y muchas veces cantando unos raros estribillos ininteligibles. Aunque le
acompañé a otros sitios en los que practicaba su oficio, no me llevó a “Flocumbé”.
Quizás todo eso
contribuyera al misterio sobre esa zona de Jovellanos que no conocía, a pesar
de ser un pueblo relativamente pequeño. Y cursando la asignatura de Folclor en
la universidad, ante la inminencia de presentar una reseña investigativa sobre
un vocablo de origen afrocubano, usado en los territorios de residencia, me
pareció que era la oportunidad de oro para desentrañar los enigmas de una
palabra y un barrio, casi desconocidos, de mi territorio. Por demás, muy
confiado en que los resultados de mi rastreo
aportarían un dato original dentro de mi clase, me reservé la mayor
parte de la información para lograr un mayor impacto...
Durante muchos
años, entre tantas voces de origen africano, había escuchado hablar de “Flocumbé” a todo
tipo de personas, de todas las edades, de
todas las ascendencias, de los más diversos oficios y profesiones, pero nunca de su significado. Así que imaginé que
habría suficientes fuentes y documentación para mi ejercicio investigativo.
Ya me aprestaba a
asaltar archivos y bibliotecas, cuando un viejo profesor de mi pueblo me salvó de
la mofa de todos mis condiscípulos y
profesores. En los documentos fundacionales y más recientes de Jovellanos
difícilmente encontraría el nombre de “Flocumbé”, salvo que los amanuenses más
jóvenes hubieran caído en el mismo error
de tantos. En cambio, figuraría el de Flor Crombet, aquel aguerrido
patriota cubano, caído en combate por la independencia de Cuba en 1895 y motivo
de orgullo, seguramente, para cualquier habitante del barrio homónimo de mi
Jovellanos natal. Nada, singularidades del habla popular, que un libro y una
serie televisiva, anunciados por estos días, me han hecho recordar.
jajjajajajjaja buenísimo...como me gusta hablar español...!!!
ResponderEliminarjajajajjajaja, genial!
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