Un buchito de café
A Esteban Llorach
debo esta crónica. La Biblioteca Nacional invitó al prestigioso editor una de
estas tardes y alrededor de su libro Ya
está el café (Gente Nueva, 2011) el público disfrutó de su sabiduría y de
su contagiosa conversación. Y fueron
tantas las anécdotas, que yo no pude menos que evocar, mientras saboreaba una
taza rebosante, mi relación con el que Martí
llamó, con toda justicia, “la forma mejor del oro”.
Hasta los cinco años viví en el campo, en un lugar que
llamaban Naranjal (entre Colón y Perico), un pequeñisimo poblado que hoy no sé si existe. Volví
una vez, siendo un adolescente, y al ver las ruinas de mi antigua casa
cubiertas por una hierba gigantesca, sentí
tal dolorque nunca más quise intentarlo de nuevo. Pero allí viví una etapa
maravillosa de mi vida, bajo el ala protectora de mis abuelos, la dulzura
inextinguible de mi madre y los brazos poderosos de mi padre, que me alzaban al
cielo con orgullo.
Cada
amanecer, el café y el canto de los
gallos se mezclaban. Hasta donde mi memoria me permite no eran tazas sino pequeños vasos de peltre blanco los que recibían
la humeante infusión y no eran cafeteras sino coladores rústicos los que usaba
mi abuela para despertar los bríos de los que se iban al surco. También yo tuve
mi jarro de peltre y muy pronto tomé café, casi siempre claro o con leche
fresca.Para las visitas, que no eran muchas, había una vajilla completa con
bordes dorados, posiblemente española, que apenas recuerdo. Cuando me mudé al pueblo llevé mi jarrito de
metal.
En mi casa de
Jovellanos, mis padres y yo tuvimos cafetera pero nunca el café supo tan
bien. En sus visitas, que eran muy
frecuentes, o cuando iba a verle al campo, mi abuelo me confió una receta que
no sé si conoce mi amigo Llorach: galletas con café y azucar. Quizás no sea tan
sofisticada como las que describe en su libro, pero ninguna me trae la sonrisa
pícara de aquel viejo maravilloso que me enseñó a escudriñar la raíz de los árboles y de las actitudes, en cualquier
circunstancia.
Extrané el café
claro y dulzón de mi madre en cada beca y en cada ausencia. Cuando me fui a
vivir al oriente de la Isla aprendí a beberlo en vaso alto, más claro y más
pródigo y aun con el agua salobre de Puerto Padre no me faltó cada mañana.
Durante los años más críticos del “Periodo Especial”
contaba los centavos para conseguir una “hechura”, la cantidad suficiente para
una “coladita”, que en aquellos terribles e inciertos momentos, en que los
estómagos clamaban por algo más sustancial… nos sabía a gloria. No obstante, más
de una vez debimos renunciar a él y acudir a algún sucedáneo: un anisón, una
menta, una cañasanta…pero
sabíamos que era circunstancial, que más temprano que tarde se restablecería su
aroma en nuestra casa. Quizás también en eso pecamos de optimistas.
Hasta hace muy
pocos años no me interesé jamás
por marcas ni procedencias, tomaba el café con naturalidad e indulgencia. Más
claro o más fuerte, más dulce o más amargo, era solo el trago caliente y
apurado que me impulsaba a saltar sobre la molicie cotidiana. Pero el olfato y
el paladar no colaboran siempre. Uno trata de convencerles, pero se resisten.
Para colmo, en
las dos últimas décadas visité España y República Dominicana, países donde la oferta de café de calidad es
abundante y diversa. A partir de
entonces, los amigos y familiares me corrompen la nostalgia: envían, de vez en
cuando, algún paquetico. El paladar y el olfato se rebelan…
Cuesta explicar,
ciertamente, cómo han menguado tanto
nuestras producciones del grano y cómo un cultivo floreciente y representativo
del país ha sido relegado de tal manera. No lo explican siquiera los ciclones
que se ensañaron en los últimos años con importantes zonas productoras. No
hay pretexto creíble. Lo
que sí es una evidencia irrefutable
es que falta también en
nuestra mesa cuando pudiera paliar otras ausencias más justificadas.
Y luego, contada
por el propio Presidente, la anécdota que puso el puntillazo: les enseñamos a los vietnamitas a cultivar café y
ellos están hoy entre los
principales exportadores del mundo. En cambio, nosotros lo importamos. A alguien, sino a toda Cuba,
debió avergonzar esa certeza.
Y, además, lo tomamos mezclado, que ya nos lo
aclara el fraterno Llorach, no es el problema, porque no es una práctica
exclusiva de Cuba, ni de este tiempo. Pero… por Dios… ¿!qué alquimia!?
Las noticias recientes
del país reflejan algún
entusiasmo gubernamental: las cosechas serán un poco mejores, los caficultores
más estimulados. Pero no lo suficiente. Por lo pronto, no lo notaremos en casa.
En la ciudad, algunas
cafeterías anuncian recetas casi olvidadas y sus aromas distinguidos el
advenimiento de una nueva época. Hay razones
para creer, me dicta mi abuelo desde la memoria. Quiero ser optimista,
alzar mi taza por esos nuevos tiempos; tomarme un buchito de café (puro saber
cubano) para seguir adelante. Que la jornada, sin duda, será larga.