Los pelos de punta
Mi padre decía
que yo era de pelo “chino” y que lo único que me acomodaba bien era la “malanguita”,
una especie de cayo de pelo sobre la frente. Creo que odié al viejo por esa
razón hasta los ocho años. Ya en esa época, mi segundo nombre y mi
desastroso pelado habían causado tantas broncas que decidió ser más condescendiente.
Me llevó a una barbera que ejercí a muy cerca
de mi casa, lo cual le evitaba trasladarse al otro extremo del pueblo, donde estaba
la barbería. No lo odié menos, era posiblemente el único de mi clase que se
pelaba con una mujer y mi segundo nombre seguía figurando, sonoro, en todas las
listas. Me sentía disminuido ante las muchachitas y obligado a probar mi
condición masculina más continuamente que los demás. Ya estaba harto, cuando,
por algún azar maravilloso, debió llevarme con su propio barbero. Y tan bien me
porté y tantos halagos gané de los fígaros, que me sumaron a su clientela.
Comenzó entonces una nueva etapa.
Durante mucho
tiempo visité esa barbería municipal. Hasta
que en el pre comenzaron las melenas a ponerse de moda y descubrí que mi
barbero pelaba a la antigua. Desde ese momento puse mi cabello en manos de un
amigo que, sin haber jamás estudiado algo parecido, poco tenía que envidiarles
a los barberos de oficio y sabía disimular, como nadie, el largo del pelo, con
un corte magistral que engañaba a los estrictos profesores.
Mucho tiempo después, cuando ya las melenas dejaron
de interesarme y también las barberías, un amigo mejicano me trajo como regalo
de boda una maquinita de pelar. A partir de esa fecha, en nuestra propia casa, se
encargó mi esposa de mi cabello, y yo, encantado. Todo duró hasta que sus compañeras
de trabajo comenzaron a dudar de lo cordial de nuestra relación, cuando miraban
a mi cabeza. Para ser sincero, no me
habia percatado de lo mal que andaba ese asunto, apenas había tenido que encubrir alguna
“cucaracha”. Me dolió, sinceramente, cuando mi esposa renunció. Muy a su pesar,
reconocía que aquel oficio no era el suyo.
Y es verdad que
no me gustaron nunca las barberías pero debo reconocer que pelados ofrecemos
una imagen mejor. Y cuando el verano amenaza con no acabar nunca, al menos con
el cabello arreglado, parece uno más limpio y mejor dispuesto. Y tampoco es tan
terrible como el dentista, por ejemplo.
También pasa que
no puedes encontrar un barbero a tu gusto cuando tienes cincuenta y a tu
alrededor hay tantos jóvenes con las cabezas llenas de dibujos o trencitas.
Por otra
parte, tendemos, con la edad, a ser más
conservadores y equilibrados y en las barberías, si a una conclusión he
arribado, es que la mesura y la discreción faltan más que las buenas colonias. De
pronto, usted se ve obligado, so pena de ser considerado un antisocial, de
opinar de cualquier cosa a la que preferiría no aludir públicamente. Quizás no
hay espacio tan propicio para el espionaje, lo saben todos, como una barbería o peluquería. La gente,
mientras espera su turno y estimulado por el barbero o peluquero, lo mismo
cuenta las desavenencias con su esposa que con el gobierno. La crónica roja,
que falta en los periódicos, allí puede encontrarla, igual las permutas o los nuevos
precios.
Uno quisiera que
se lo tragara la tierra cuando el barbero, acaso pidiéndote un permiso que
nunca tuvo respuesta, te quita la revista que has usado como muro salvador y te
pregunta: “¿tú crees que comer carne de vaca debe ser un acto ilegal?” Y luego,
sin poder evitarlo, comprendes que todas las miradas están puestas en ti y lo
único que se te ocurre, porque un discurso sincero sobre el tema para un
auditorio tan diverso puede ser un verdadero conflicto, es encogerte de
hombros, sonreír y quizás soltar un “imagínate,
tú” que también pudiera parecer comprometedor... digo yo…
Sin embargo,
alguna que otra comparescencia pública, incluido algún viajecito al extranjero
donde la imagen pesa más…me han obligado a tomar cartas en el asunto. Durante
varios años ensayé con uno y otro barbero. Alguno, que parecía ser el escogido, me
defraudaba en el segundo intento, otros, por su sola apariencia, los descartaba.
Y cuando estaba a punto de raparme para evitarme más problemas, mi esposa me propuse llevarme con su propia peluquera.
Voy a confesar
que, a pesar de que presumo de muy
moderno, me sentí un tantico raro. Uno arrastra esos prejuicios aunque se
titule de Humanidades, escriba poesía y lea biografía de grandes hombres… (con
peinados demasiado perfectos para no ser sospechosos…)
Pero acepté ir a la peluquería. Debo contarles
que aunque pedí una cita con antelación, coincidí con dos hermosas damas, que
aún no habían terminado lo suyo. Ellas también, casi estoy seguro de ello, se
sintieron raritas. Busqué algo para leer, esa vocación que me acompaña y me
socorre tanto, y qué encontré: revistas de moda, de peinados, de
decoración…pensé que luego de pintar la casa vendría bien algún adorno, así que
me incliné por una de estas últimas…Pero sólo las mujeres saben cuánto puede tardar un tinte…creo que
repasé todas las revistas antes de que llegara mi turno, me parecieron horas
cuando en realidad fueron minutos.
La peluquera
debió ver en mí una especie de pausa en su duro bregar. Y no solo porque mi
cabello, a los cincuenta, ya escasea, sino porque mi repertorio de cortes es
muy limitado. La dejé hacer y en menos de lo que se lee una entrevista a una
modelo famosa, ya había terminado y me miraba feliz al espejo. El pelado era un
éxito, incluso una de las damas, que permanecía allí, me felicitó por el
cambio. Pagué sin esfuerzo y le agradecí. Sin embargo, por alguna razón, no
estaba feliz.
Solo al salir a
la calle, comprendí la causa. Desde la acera de enfrente un mulato con gorra de
los yanquis, de Nueva York, le gritó a otro que pasaba muy cerca de mí: “Asere,
firmó Pito Abreu con los Medias Blancas por tremendo baro...” una noticia difícil
de conseguir en una peluquería.